IMPRESIONES DE BUENOS AIRES


IMPRESIONES DE BUENOS AIRES


Javier Sáez de Ibarra Beltrán de Guevara


Escribo esto el 4 de septiembre. He estado en Buenos Aires las dos últimas semanas de agosto de este año 2018. En el aeropuerto, cambié el euro a 34 pesos (la mitad de un café con dos medialunas) y, tres días antes de marcharme, lo hice a 48,50. Algunas tiendas no abrieron ese mismo viernes porque, sencillamente, no sabían a qué precio poner su mercancía. Los que ya habían cerrado un presupuesto se echaban las manos a la cabeza pensando lo que iban a perder. Su presidente, un neoliberal que se había encargado de condonar las deudas con el Estado de una empresa propiedad de su padre, pedía a “los mercados” confianza, lo que provocó que de inmediato el peso se devaluara. Días después, hablaba de la “pesada herencia”: ideología y recursos dialécticos que ya hemos conocido por boca de M. Rajoy. He visto gente durmiendo sobre cartones, familias al completo mendigando en la calle, niños entrando en una cafetería a pedir comida. La pobreza no solo se encuentra en las populosas “villas miseria” (enormes zonas de chabolismo), sino en los aledaños de la gran Avenida 9 de Julio o de la Casa Rosada (Palacio del gobierno). La casualidad hizo que apenas unas horas después de dejar el apartamento alquilado donde me alojé con mi familia, entraran a robar: se llevaron un televisor, mantas y sábanas. La suerte fue no encontrarnos allí en ese momento. Otra coincidencia, la misma semana fuimos invitados por una amiga que dirigía el estreno de una ópera en el magnífico Teatro Colón. La suntuosidad y elegancia de damas y caballeros eran las de la elite porteña. Un amigo sociólogo nos comentaba: en Argentina hay dos diferencias con Colombia, Brasil o México, la pobreza no convive inmediatamente con la riqueza más ostentosa, y la otra es que aquí las muertes de sindicalistas y activistas son contestadas en la calle. Doy fe: vimos carteles que convocaban a una manifestación contra el “Gatillo fácil” de la policía. Más aún, una de las estaciones del tren de cercanías había cambiado su nombre por el de dos jóvenes (Darío Santillán-Maximiliano Kosteki) asesinados por agentes durante unas protestas en la ciudad. Otro amigo nos confiesa que tiene que cortar el gas en cuanto se ducha, no puede pagarlo. Los profesores de Secundaria y Universidad están en huelga desde hace semanas (clases suspendidas o que imparten en plena calle): el gobierno les ofrece una subida de sueldo del 15% en tres cuotas; la inflación anual es del 35%. Bajo la lluvia vimos marchar a los docentes. Y, unas horas antes, resonaban sus tambores una Coordinadora de Barrios que protestaba contra la inseguridad alimentaria. Los amigos nos hablaban de la incertidumbre de criar a los chicos en esa situación, de su desolación de que este país da un paso hacia delante y dos hacia atrás. Fito Páez cantaba: “En Buenos Aires casi todo ya ha pasado de generación en degeneración”. Y en el barrio de Flores, otro amigo que nos invitó a compartir un asado, nos contaba con resignación y hasta humor que le habían robado en coche un par de veces ya y, en una de ellas, el ladrón volvió a preguntar a los vecinos por el radiocasete del auto, que se le había caído.
Subes al tren de cercanías y, respetando escrupulosamente cada turno, van recorriendo el pasillo vendedores de modestas mercaderías. Uno, un cortapelo; otro, una lámpara; otro, un kit de limpieza. Es absolutamente extraordinario escuchar su forma de anunciar el producto, el cuidado lenguaje que emplean, la riqueza de su expresión, la exactitud. Piden por ello 20, 50, 100 o 200 pesos. Impresiona que siempre haya una persona que compra algo; habla con el vendedor, este le explica, y hacen la transacción. Esos pesos son un acto de pura solidaridad, lo que los mantiene unidos aunque no más sea desde el respeto mutuo y la comprensión. “Pronto, cualquiera podemos vernos así”, dice alguien en voz alta.
Luego entras a un viejo café, de grandes ventanales y mesas rectangulares de mármol; pides algo que tomar y te lo sirven con un pedacito de bizcocho o una galleta, y un vasito de agua. Aquí se toma café más que cerveza, que es cara, pues permite estirar las conversaciones sin fin cuando no se dispone de más dinero. Los camareros miran a los muchachos y se hacen los zonzos. Dentro, cualquier persona te pasa el periódico, hace un comentario o te invita a una charla.
El argentino ha aprendido a vivir mirando la cotización del dólar. No solo eso, entre la gente hay un nivel de conocimiento de las leyes de la economía que sorprende. Sus análisis son precisos y diría que des-ideologizados en el sentido de que mencionan datos de producción, de empleo, del comercio, de cobertura sanitaria; conocen la realidad de su país. Y ello a pesar de que los noticiarios de la mayoría de las cadenas de televisión y sus programas de entretenimiento vuelcan sobre las audiencias toneladas de desinformación. Una amiga nos dice que ha prescindido de la tv, solo ve películas en el aparato. El baile del peso y el dólar ha ocupado el centro del salón (y sus víctimas, por el suelo), sin embargo, uno siente que esta gente lleva su vida por la fuerza de su corazón. El afecto, la sinceridad, el respeto, la prudencia, la inteligencia identifican sus comportamientos. Un encuentro de amigos no se obceca en lugares comunes, rodeos y sinsentidos; el tiempo fluye entre ellos. Inmediatamente se va a grano, abren su intimidad sin tanta cortedad y palabrería. La gente cuenta historias. En las historias está expresada su vida. Se hace memoria de algo, se habla del presente, quizás el futuro no se nombra más que para situarlo en un medio plazo siempre incierto por sometido a las circunstancias. Hay elegancia y eficacia en esos relatos. Pienso si Borges es, en realidad, la quintaesencia de los vendedores ambulantes, de los amigos cualesquiera que cuentan hechos acaecidos, unos y otros con esa perfección al elegir las palabras, ese poder de atracción del que escucha y entiende lo que se ventila allí.
Buenos Aires tiene 15 millones de habitantes. He oído conversaciones en el autobús sobre lo que están estudiando, sobre lo que han aprendido, sobre lo que leen. Varios amigos no han podido terminar sus estudios y se ponen a ello, a la vez que trabajan o cuidan a sus hijos. Valoran al que sabe, buscan información, la cultura es importante para ellos. Pero no un saber armatoste, sino un conocimiento que encuentra sentido en la realidad y que sirve para entender-entenderse mejor. Luego está la vida, aparte, que golpea, que sorprende siempre. A Europa han venido muchos que no dudaron en partir con la necesidad casi más que el deseo de prosperar; al fin, Argentina es un país hecho por gente de afuera. En seguida hablan, observan, crear relaciones, se sitúan; y se apoyan entre sí. Cuando, por diversos motivos, a veces simplemente porque no se sentían felices, regresan; en España o en Italia dejan amigos con los que siguen tratando, a los que invitan a sus casas. Me llamó la atención que la primera vez que estuve allí, los varones, sobre todo, me daban informaciones precisas sobre qué se podía hacer en su país, qué sectores económicos resultaban interesantes en ese momento; sin intención muy consciente, estaban tendiendo lazos que yo podría utilizar si lo precisara para quedarme. Los argentinos se dan un beso únicamente. También los hombres. No es un gesto solo.
Pero claro que hay ignorantes que votan atolondrados de propaganda y falsedad. “Violencia es mentir”, canta el Indio Solari. En las Villas no hay quien entre y cuando salen llevan un fierro escondido y lo usan a veces. Y también hay una señora televisiva muy decente que almuerza en su plató con invitados de lujo y aporta datos de su opinión. Es imposible no atragantarse con ciertas personas y, sin embargo, yo he visto exhibir una educación insuperable frente a ellas cuando se estaba en las antípodas. La gente votó a Carlos Saúl Menem, que llegó a privatizar hasta la expedición del DNI. Y volvió a votarlo una y otra vez hasta que el país se cayó a pedazos. El insigne mandatario hizo durante su gobierno lo contrario de lo que anunciaba su programa de campaña. Es que si digo en campaña lo que voy a hacer, no me votan, reconoció el maligno.
Hay que viajar a Argentina, hay que salir de Europa, hay que ver Buenos Aires. Hay que hacerse amigos allí; es fácil, de verdad que es el lugar más fácil del mundo para la amistad, cualquiera se prende a la conversación. Hay que ver qué es un país hermoso, trizado por el capitalismo aplicado al Tercer Mundo. Y hay que volver lleno de fuerza a nuestra España y ver a qué enormidad de tontería, frivolidad, grosería, pérdida de sentido, pobreza de espíritu y frialdad en las emociones nos estamos asomando. A lo mejor nos ayuda. Yo, de momento y para siempre, he dejado de escuchar las bobadas que proclaman los medios. Hace mucho cantaba Charly García: “Si lo que te gusta es gritar, desenchufa el cable del parlante”.



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