¿QUÉ HEMOS HECHO PARA MERECER ESTO? POR UNA HISTORIA GLOBAL Y TRANSNACIONAL EN LA EDUCACIÓN SECUNDARIA ESPAÑOLA

¿QUÉ HEMOS HECHO PARA MERECER ESTO? POR UNA HISTORIA GLOBAL Y TRANSNACIONAL EN LA EDUCACIÓN SECUNDARIA ESPAÑOLA



José Luis Gasch Tomás


El 8 de septiembre de 2018, con motivo de la visita al santuario de Covadonga en Asturias de Leonor de Borbón, hija del ciudadano Felipe de Borbón y heredera al trono del reino de España, un periodista comentó en televisión que la niña “visita por primera vez el lugar donde se inició la Reconquista, en el que ha rendido homenaje a don Pelayo”. El acto oficial estuvo trufado de discursos grandilocuentes sobre la unidad entre la monarquía borbónica y la nación española, chusca religiosidad patriotera y reverencias a señores con atuendos de otras épocas.
Al margen del esperpento y anacronismo de la escena, la frase inicial del periodista sobre la Reconquista y don Pelayo refleja muchos problemas que España arrastra desde el siglo XIX. Entre otras cosas, da cuenta de la dificultad histórica de los intelectuales orgánicos del Estado español por construir un discurso nacional coherente y capaz de articular un sentimiento nacional lo suficientemente amplio como para que sea digno de tal nombre, o al menos un discurso que no resulte insultante para quien no sea un nacionalista excluyente y xenófobo. Las naciones, esto es, los grupos de personas que se imaginan a sí mismos como nación, se forjaron tal y como hoy las conocemos en el siglo XIX en Europa y América por medio del fortalecimiento del Estado (iniciado siglos antes), la promoción de nuevos símbolos, la imposición de una lengua a ciudadanas y ciudadanos que no la hablaban, la vinculación de tal lengua con el Estado, la creación de mitos románticos, la conmemoración de ciertas fechas, la construcción de una historia “nacional” plagada de esos mitos y el establecimiento de un sistema educativo de primera y segunda enseñanza obligatorio, en el que la enseñanza de esa historia “nacional”, sus mitos y, en algunos casos como el español, el catequismo, jugaron un papel esencial en la homogeneización cultural de Estados en principio muy heterogéneos desde el punto de vista cultural.
En España el establecimiento de un sistema educativo obligatorio y capaz de jugar un papel en la nacionalización de las masas fue tardío y se enfrentó a muchas dificultades debido a los límites políticos y presupuestarios de las élites del Estado. Así, a pesar de los intentos de las Cortes de Cádiz por establecer un sistema educativo nacional y de la aprobación en 1845 del Plan general de estudios (el conocido “Plan Pidal”), no fue hasta 1857 cuando un plan educativo, la Ley de instrucción pública (conocida como “Ley Moyano”) realizó un auténtico diseño global para la enseñanza, aunque con límites (establecía que la primera enseñanza sería gratuita para quien no pudiera pagarla, pero dejaba la gestión y financiación de dicha enseñanza y de la segunda enseñanza en manos de municipios y diputaciones, respectivamente). La “Ley Moyano” ejerció una influencia esencial sobre el sistema educativo de la época de la Restauración (1875-1902) y sobre las reformas educativas realizadas durante el reinado de Alfonso XIII (1902-1931). Además, la creación de un Ministerio de Instrucción Pública en 1900 impulsada al calor del Regeneracionismo abrió paso a algunas reformas, entre las que destacaron la asunción por parte del Estado del pago de los salarios de maestros y profesores (rescatándolos así parcialmente de la órbita de los caciques locales), la ordenación de los planes educativos y la ampliación de la escolaridad obligatoria desde los nueve a los doce años. Durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera (1923-1930) la reforma educativa más notable, aparte de los límites impuestos a la libertad de cátedra, fue la reforma del bachillerato, que estableció su división en dos ciclos, uno elemental y otro universitario. Es conocido el extraordinario esfuerzo de los gobiernos de la II República (1931-1939), muy especialmente durante el Bienio Reformista, por acabar con el atraso secular de la educación española, para lo que impulsó un plan para la creación de 5.000 escuelas primarias por año y la aprobación de una Ley de instrucción pública que establecía que la educación pública fuera función del Estado y que, por tanto, no podía ser relegada a provincias ni municipios. También es conocido el atraso educativo que supuso el triunfo del golpismo antidemocrático de un grupo de militares en 1939 y la imposición del régimen franquista entre 1939 y 1975. La dictadura franquista implementó reformas educativas de calado en tres momentos diferentes (1938, 1953 y 1968-70), pero en todos esos momentos hubo una pauta común, que fue la dejación de funciones del Estado en lo que a educación se refería (siempre, como ocurre aún hoy, en nombre de la “libertad de elección y educación”). Fueron agentes privados, y muy especialmente la Iglesia Católica, quienes gestionaron la educación en España, lo que se tradujo en una progresiva reducción de la educación pública en favor de la privada en el país. Este hecho no se vio sustancialmente alterado en 1970 por la aprobación de la Ley General de Educación (LGE) —a pesar de que estableció la educación obligatoria hasta los 14 años— de la que las diferentes reformas educativas realizadas en España desde 1978 son más o menos deudoras.
Desde el siglo XIX, a pesar de las distintas reformas, en España (como en el resto de países occidentales) la construcción y enseñanza de una historia “nacional” ha jugado un papel esencial en la configuración de ciudadanos y ciudadanas españolas, es decir, personas vinculadas sentimentalmente al Estado y sus símbolos. A partir de mediados del siglo XIX, a pesar de la relativa debilidad del nacionalismo español y de los límites de la capacidad nacionalizadora de las élites del Estado, se institucionalizó en la instrucción primaria y secundaria la enseñanza de una historia que arrancaba con la creación del mundo por Dios (sic) y continuaba con la historia de asirios, griegos, fenicios, cartagineses, romanos (con especial atención a la provincia de Hispania o, como la llamaban algunos manuales pedagógicos, España, y a la historia de la Iglesia Católica), la historia medieval europea (en la que la historia española de la monarquía visigoda y la Reconquista ocupaba un lugar primordial) y la historia de Europa durante los siglos XVI, XVII y XVIII (con especial atención al Imperio español). Esto se hizo a través de, entre otras herramientas, los manuales pedagógicos “para uso de los institutos y colegios de Segunda Enseñanza” elaborados por Fernando de Castro. En este marco, la vinculación de la historia española con valores reaccionarios y nacional-católicos fue muy evidente, y se estrechó durante el reinado de Alfonso XIII y la dictadura de Primo de Rivera, cuando los nacionalismos catalán, vasco y gallego habían ya irrumpido en la escena política española y España había perdido prácticamente todas las colonias que poseía en el siglo XIX. Así, por ejemplo, en el contexto de la campaña militar española en el norte de África, el ministro de Instrucción Pública César Silió anunció en 1921 un concurso para la redacción del Libro de la Patria, que debía servir de manual pedagógico en escuelas e institutos y enseñar, según palabras del propio ministro, “lo que es y representa España y hacerla amar”. Un libro con tales características no vio la luz hasta 1928, cuando el Libro de España, publicado por la editorial de los Hermanos Maristas a imitación de un modelo francés, narraba la historia española y explicaba su geografía de la mano de las aventuras de dos hermanos, hijos de un militar, con un enfoque tradicional y católico. Este Libro de España se reeditó sucesivamente en los primeros años del franquismo y fue recurso imprescindible en los centros educativos, sobre todo en la década de 1940. Los contenidos de los manuales que —como los de José Ramón Castro o los de la editorial Bruño (entre otros)— tanto se utilizaron en las escuelas e institutos españoles durante el franquismo seguían el mismo enfoque cronológico y temático de los manuales de historia del siglo XIX y principios del XX. Además, como los manuales decimonónicos, también utilizaban una perspectiva esencialmente política de la historia, mezclaban la historia europea y española con la historia bíblica e insistían en los mitos nacionales de la Edad Media y del Imperio español (la Reconquista, la unión dinástica entre Castilla y Aragón, las batallas de Carlos V y Felipe II, la crisis del imperio en el siglo XVII, etc.). Frente a lo ocurrido antes y después de la década de 1930, los gobernantes reformistas de la II República, al mismo tiempo que implementaban un ambicioso proyecto educativo, hicieron un esfuerzo por vincular la historia nacional con un tipo de educación cívica que emanaba de valores republicanos. De ello se derivó que durante la II República fuera tan importante la enseñanza de la historia de las Cortes de Cádiz, la I República y las luchas campesinas, así como de personajes históricos tales como Mariana Pineda, Francisco Pi i Margall, Joaquín Costa o Giner de los Ríos, cuyo valor histórico no residía en el hecho de que fueran españoles, sino en su asociación con valores de carácter universal tales como la democracia y el progreso.
Aunque no sorprende que la historia que se enseña en la actualidad siga teniendo un fuerte componente nacional, porque los Estados-nación continúan siendo poderosos instrumentos de poder, sí que es asombroso comprobar hasta qué punto la organización temática (currículo), espacial y cronológica de la Historia en la educación secundaria de hoy, la presencia de mitos nacionales (como la Reconquista y los hechos fabulosos de la vida del muy desconocido don Pelayo, entre otros) y hasta la retórica que mistifica acontecimientos políticos de escasa trascendencia en su tiempo, deben todavía mucho a la manera en que se configuró la forma de enseñar historia en el siglo XIX. Aparte de una progresiva reducción de temas que ya apenas se enseñan (como la historia medieval del norte y el centro de Europa o la historia del imperio otomano), de la aparición de una historia de la evolución humana científica, de la desaparición (en algunos libros de texto únicamente atenuación) de la retórica imperialista y de un saludable aunque limitado incremento del contenido de historia social y económica (en ocasiones acompañado de la presencia generalmente supletoria o meramente anecdótica del contenido de género), no ha habido cambios sustanciales en el temario de la historia que se enseña en los institutos españoles desde el siglo XIX, y ello a pesar de que hay muchas razones para pensar que la sociedad española ha cambiado mucho desde entonces. Hay un común denominador ideológico (el nacionalismo) que conecta los manuales pedagógicos “para uso de los institutos y colegios de Segunda Enseñanza” de Fernando de Castro con los actuales currículo y libros de texto de la materia de Geografía e Historia elaborados por las editoriales para la ESO y Bachillerato en lo que llevamos de siglo XXI. Un vistazo a varios manuales pedagógicos del siglo XIX y XX basta para acreditarlo. Así, el currículo y los libros de texto de Geografía e Historia actuales continúan insistiendo en enseñar Prehistoria e Historia antigua “de España” (como si España hubiera existido durante la Prehistoria y la Edad Antigua), vincular la Monarquía visigoda con los reinos cristianos peninsulares posteriores, insistir en el mito nacional-católico de la Reconquista, articular la enseñanza de la Edad Media ibérica a partir de la sucesión de reyes y reinas (raro es el manual que hace lo mismo con la historia del Emirato y el Califato omeyas, por cierto) y también de batallas, hacer hincapié en el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón como un acontecimiento político extraordinario (las unidades y rupturas dinásticas en Europa, y también en la península ibérica, durante la Edad Media y la Moderna fueron constantes, y algunas tuvieron las mismas o similares consecuencias), recoger acontecimientos militares de escasa repercusión histórica y presentar las reformas políticas del siglo XVIII como un triunfo de la Ilustración y el progreso. Por mucho que Esperanza Aguirre se empeñe en que España “es una gran nación con 3.000 años de historia” o que José Antonio Sánchez, exdirector de RTVE, insista en que “España no fue colonizadora, sino evangelizadora, en América”, tales afirmaciones no son sino resabios de infructuosos intentos por españolizar a masas de población que se resisten, por razones de lo más diverso, a concebir España como una unidad de destino, para lo que los currículos y los manuales de texto siguen siendo herramientas fundamentales.
Enseñar una historia que es esencialmente similar en su organización, temática y, muchas veces, también en su contenido a la del siglo XIX y XX es contraproducente por muchas razones. Una de esas razones es que dificulta la configuración de una identidad nacional vinculada a valores cívicos tales como la tolerancia, la crítica y el inconformismo social entre un alumnado que en muchos casos ha nacido en el seno de familias no nativas pero es español. Esto, que es una oportunidad, se convierte en una debilidad del propio Estado, que es incapaz no solo de enseñar ética cívica sino ni tan siquiera de nacionalizar a sus ciudadanos y ciudadanas. Otra razón adicional, y no es poco importante, tiene que ver con el hecho de que el alumnado se aburra soberanamente con temarios que son más propios del siglo XIX que del mundo que les está tocando vivir.
¿Es posible articular temarios y contenidos diferentes para la enseñanza de la Historia en la educación secundaria? ¿Por qué no establecer un currículo de Geografía e Historia que no fomente el conformismo social y el aburrimiento entre los estudiantes y que no esté al servicio de un Estado con discursos “nacionales” anticuados? ¿Podría vincularse la historia enseñada en las aulas con una ética ciudadana cívica de valores universales? Creo que plantearse estas cuestiones es obligatorio si tenemos en cuenta que en España las élites políticas y económicas no han sido capaces de asumir la realidad pluricultural propia de un Estado que, en muchos lugares (y no me refiero solo a Cataluña o a Euskadi), no ha podido nacionalizar por la vía reaccionaria a su pueblo y que actualmente, en algunas Comunidades Autónomas, no quiere utilizar la educación como herramienta para integrar en igualdad de oportunidades a familias procedentes de otros países ni a familias de escasos recursos. Lo que propongo no es una entelequia ni una ocurrencia, sino algo que algunas facultades de Historia de diversos países están empezando a hacer. Facultades de Letras de países europeos, americanos y asiáticos llevan años haciendo un esfuerzo por desnacionalizar historias supuestamente nacionales en sus programas de grado y posgrado, no por un malvado afán antipatriota de destruir los Estados-nación, sino movidos por el convencimiento de que un enfoque global y transnacional se ajusta mucho mejor al objetivo de ofrecer una explicación causal de los acontecimientos históricos, lo que permite comprender mejor dichos procesos y por tanto las sociedades humanas pasadas y presentes.
Existen al menos dos vías posibles para articular temarios para la enseñanza de una Historia alejada de una organización en torno a acontecimientos históricos falsamente fundacionales de naciones (no existe tal cosa), cosa que en último término puede acabar alimentando, en combinación con otras políticas, una identidad nacionalista excluyente. La primera de ellas es sencilla y consiste en descargar currículos, temarios y contenidos de los manuales de acontecimientos políticos que, por muy importantes que fueran, no contribuyen a la comprensión de los procesos históricos, como por ejemplo el fallecimiento de reyes y reinas y la sucesión de reinados y batallas durante la Edad Media y Moderna europeas. Este hecho permitiría introducir nuevos temas que, además de tener importancia histórica, ayudarían al alumnado a contextualizar la historia europea y “española”, es decir a “desencializarlas”, y, de esa manera, comprender mejor la historia universal (que es mucho más que la historia de Europa y de “España” y de sus áreas de influencia) y ampliar el horizonte del alumnado como ciudadanas y ciudadanos del siglo XXI. Esto parece encajar mucho mejor con la movilidad territorial propia del incremento de la circulación de personas e ideas en el mundo. Así, por ejemplo, constituye un reto introducir en los currículos y manuales el desarrollo del Neolítico y aparición de las primeras grandes civilizaciones en áreas más allá de Oriente Próximo (desde donde las transformaciones del Neolítico se extendieron hacia el Mediterráneo y el conjunto del continente europeo), como en las regiones de los valles del río Indo y Ganges (la India), el área alrededor de los ríos Huang He y Yangtzé (China) y los focos mesoamericano y andino en el continente americano. Lo mismo sucede con las civilizaciones prehispánicas de América, que en algunos casos presentaron un grado de desarrollo superior al de las sociedades europeas y, sin embargo, su enseñanza en España sigue constituyendo una suerte de introducción a la conquista española. El caso de la historia asiática es todavía más evidente, pues está prácticamente ausente del currículo y manuales si no es para presentarla como un apéndice a la expansión europea hasta el siglo XIX, cuando vastas regiones del continente cayeron en manos de los imperios europeos. Esto llama poderosamente la atención, pues historias como la del Imperio mongol, que constituyó el más grande imperio territorial de la historia (se expandió desde Corea a Centroeuropa), o la del Imperio mogol, que entre los siglos XVI y XIX ocupó todo el subcontinente indio y llegó a extenderse hasta Afganistán e Irán, son ignorados por la historia medieval enseñada en los centros de enseñanza secundaria. Lo mismo cabe decir sobre la historia de China, que durante los siglos de la Edad Media y Moderna europeas determinó parte de la historia del Este y Sudeste Asiático por medio de la constitución de un sistema tributario a través del cual se articuló el comercio en la zona, por no hablar del hecho de que la plata pasara a articular su sistema fiscal y monetario en el siglo XIII. Este hecho facilitó que China se convirtiera en el epicentro del comercio global y, por tanto, en la correa de transmisión del incremento de las conexiones entre lugares alejados del mundo, entre otros Asia y Europa (el alto precio de la plata en China favoreció, junto a la demanda por sus productos y especias varias en todo el mundo, el comercio con otros pueblos asiáticos y con mercaderes europeos).
La segunda vía por la que la enseñanza de la Historia en la educación secundaria podría contribuir a crear una ciudadanía cívica y a favorecer la comprensión de las sociedades humanas es la adopción por parte de currículos y manuales de un enfoque global y transnacional que no sea imperialista (los imperios no han sido los únicos agentes motores de historia transnacional). Utilizar un enfoque de este tipo no significa crear un relato histórico que no tenga en cuenta las historias de los Estados ni de los imperios, sino alejarse de la elaboración de relatos históricos que entienden la historia propia como única y particular, contextualizar las historias “nacionales”, hacer hincapié en la naturaleza multidireccional de los procesos históricos y tener muy en cuenta la importancia de la circulación, el movimiento y las conexiones entre espacios alejados, independientemente de la situación de las fronteras actuales e históricas. Esto facilitaría que el alumnado comprendiera, por ejemplo, que sin la pervivencia del conocimiento clásico en el mundo árabe durante la Edad Media la eclosión del Humanismo y el Renacimiento italiano no se habrían producido (y serviría, de paso, para que se sacudiera algo del esencialismo europeo en que es instruido). Esto también permitiría a alumnas y alumnos saber por qué, dada la importancia internacional del mercado de plata chino, la crisis de China de la década de 1640 afectó no solo a otros países asiáticos sino también a América, cuyas minas de plata eran las más importantes del mundo, y a los comerciantes europeos. Estos son solo dos ejemplos que ilustran la conexión histórica entre espacios e historias aparentemente alejadas, pero hay muchas más. Si el alumnado de ESO y Bachillerato, además de darle tantas vueltas al atraso de la industrialización en España, tuviera herramientas para analizar la Revolución Industrial inglesa como una respuesta exitosa a determinadas condiciones nacionales y también internacionales, ante la que países que se encontraban en una situación económica similar no pudieron dar respuesta por razones geográficas, militares y políticas, quizá podría comprender mejor cómo funciona la economía contemporánea. Igualmente, también podría aprender por qué en varios países se produjeron al mismo tiempo movimientos políticos y sociales parecidos (no solo el movimiento obrero contemporáneo, que ha sido y es explícitamente internacionalista, sino también otros procesos como los levantamientos campesinos durante la Edad Media y Moderna o la expansión de ideas liberales y republicanas entre los siglos XVIII y XIX). En todo ello tuvo que ver no solo la necesidad de enfrentar problemas similares sino también la circulación de ideas y propuestas políticas a través del espacio. En definitiva, con un enfoque como este, que conecte las historias de los diferentes países de manera comprensiva y, desde luego, tenga en cuenta el papel de la violencia y la imposición en la historia, el alumnado podría reflexionar más profundamente sobre la cuestión fundamental de por qué hay países tan ricos y otros tan pobres, así como asumir que la historia, como el presente, no es el fruto de genialidades y fracasos nacionales, sino de la conexión de procesos históricos en ocasiones alejados en el espacio y en el tiempo. Esto, además, contribuiría a crear una ciudadanía que, lejos de ser excluyente, sería crítica y universal. Imagino que pedir algo así es pedir demasiado a nuestros burócratas, más pendientes de apagar fuegos que ellos mismos encienden que de tomarse en serio la Historia y por tanto el futuro.


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