Por
mí y por todos mis compañeros [Crítica teatral]
Raúl Galache García
Escritor, profesor de Lengua Catellana y Literatura y crítico literario
El hijo que quiero tener
De
El pont flotant.
Creación
y dirección: Álex Cantó, Joan Collado, Jesús Muñoz y Pau Pons.
Teatro
de La Abadía.
Sobre el escenario, un aula vacía y tres
grandes mesas de colegio con sillas sobre el tablero. Aparece el profesor y, al
tiempo que reflexiona sobre la educación, los alumnos van ocupando sus sitios
en silencio. Son más de veinte y de distintas edades. Así abre la puerta al
espectador El hijo que quiero tener,
el montaje de los valencianos El pont flotant con que La Abadía cierra la
temporada.
En palabras de Pau Pons, que junto a
Álex Cantó y a Jesús Muñoz forman la parte visible de la compañía, esta obra
"es un viaje emocional". Y así es. El hijo que quiero tener recorre un camino lleno de obstáculos y
recovecos, el de la educación, y no evita ninguno de ellos; es más, los afronta
sin miedo, con honestidad y dosis acertadas de humor. Conscientes de que
"la educación es cosa de todos" (Pons), para este montaje, la
compañía se abre a la realidad. Organizan un taller intergeneracional que
abarca dos semanas. Sus participantes van desde los nueve años hasta pasados
los setenta. Cada uno de ellos (¡ojo, que son veintidós!) aporta sus miedos,
sus cadenas cotidianas y sus anhelos de libertad. Es conmovedor para el
espectador ver cómo, efectivamente, entre estos colaboradores y la compañía se
tejen lazos de respeto, comprensión y cariño en tan poco tiempo, un sentimiento
compartido que va mostrándose más claramente conforme avanza el espectáculo y
que, como un manto de caricias, termina por extenderse a todo el patio de
butacas.
¿Pero de qué trata la obra?, ¿qué
cuenta?, ¿cuál es su trama? Como dicen sus creadores, la espina dorsal del
montaje no es argumental, sino emocional. No se pretende contar una historia
(aunque las hay), ni ensayar un discurso (si bien las reflexiones son hondas).
No se busca dar respuestas a preguntas; esto no es una especie de teatro de
autoayuda o de fábula con moraleja pseudopsicológica. En absoluto.
El pont flotant sabe que teatro
tiene dos momentos: el de la obra y el posterior. En el primero, el de la
función, hay que sentir. Y es lo que se busca: que el espectador sienta. Para
ello, se acude a multitud de recursos de alto valor teatral: imágenes de
intenso sentido poético, cuadros de inspiración onírica, símbolos y demás
elementos formales se dan la mano con la parodia amable de lo cotidiano, el
cuento, el humor, a veces cercano al absurdo, el coloquio... Vemos a dos padres
rivalizando en el parque sobre quién cumple mejor su papel, un aula con un
profesor sumido en la duda, niños durmiendo al arrullo de un cuento, una
confesión de miedos, gritos de liberación... Se trata de una sucesión de
escenas diversas que abarcan desde la recreación de hechos cotidianos hasta el
cuadro simbólico. Así, los cuatro actores de la compañía y los veintidós colaboradores
arman un conjunto perfectamente armonizado, que nunca pierde ritmo, que no
permite que el espectador aparte la vista, porque todo lo que se ve gusta e
interesa, porque lo que en el escenario se representa, o se expresa sin filtro
de ficción, encuentra su eco en la sala, y viceversa.
En todo ello hay un gran trabajo de
artesanía teatral. Las transiciones entre escenas son sutiles, elegantes,
apenas perceptibles, e hilan con precisión unas con otras. La iluminación, en
la misma línea de elegancia, resalta los distintos tonos de la obra: intimista,
jocoso, intenso, sincero. Los actores muestran oficio y grandes dotes
interpretativas, particularmente en un momento en que cambian de papel (padre,
madre, hijo) en cuestión de segundos; hay en él instantes de gran plasticidad
corporal.
Pero decíamos arriba que el buen
teatro tiene dos momentos: el de la función y el posterior, el de reflexión que
cada cual se lleva a su casa. Cuatro funciones, cuatro llenos. En la última, a la
que asistió quien les habla, los espectadores salían con esa impresión tan
reconocible que mezcla emoción e ideas bullendo.
He ahí otro de los grandes aciertos
de este montaje: su final. O sus dos finales, mejor dicho. El primero una
explosión de libertad que arranca el aplauso y a buen seguro más de una
lágrima. A continuación, se deja que aire se serene, que la calma caiga como al
pasto el rocío, y se ofrece un último cuadro apenas en penumbra; una última
puerta abierta a la reflexión. Después, oscuro; luces; el escenario desnudo con
un mural al fondo que los colaboradores han ido pintando a lo largo de la
función. Para él es el aplauso final.
Lo cierto es que uno no conocía de
nada —duele reconocerlo, pero así es— esta compañía, pero da gusto ver lo que
han logrado. ¡Qué lejos se muestran de toda vanidad!, ¡qué pasión por su
oficio!, ¡qué buen gusto!, ¡con lo que este escasea hoy en día!
Sale uno de la sala con ese
sentimiento que solo el buen teatro provoca: el del agradecimiento. Acierta,
como siempre, La Abadía: gran final para una gran temporada.
Colaboradores:
Esther
León, Glenda Postigo, Eugenia Criado, Mar Maroto, Juan Ramón Saco, Paquito Nogales,
María José Serrano, Juanlu Peñaranda, Ricardo Álvarez, María José Mendoza,
Carmen Colino, Carmen Gil, Juan Bautista Alcalde, Encarnita García, Matilda
Burgos, Aitana Chapa, Laura Galache, Sharon Figueredo, Álvaro Romero, Rafael
Delgado, Luigi Portalés y Nuria García.
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