APUESTA
APASIONADA POR UN DIGNO PROCESO DE ENSEÑANZA-APRENDIZAJE
Rosario
Sanguiñedo Fernández
En
medio de esta maraña de mediocridad que nos inunda y con casi veinte
años de profesión docente a mis espaldas, detesto tener que
escuchar de manera insistente una serie de mensajes que, convertidos
en tópicos postestivales, desbordan los medios de comunicación en
estos primeros días de septiembre. Nos vamos a hartar de escuchar
las quejas por el precio de los libros de texto, los deberes que
desbordan a los muchachos a lo largo del curso, el peso de las
mochilas escolares, los horarios de los profesores… Y todo ello,
delante de los sufridos escolares, que desde su más tierna infancia
no paran de recibir mensajes negativos sobre el entorno escolar por
parte de las personas que conforman su entorno más cercano.
Esta
situación, desde luego, no es nueva y no es más que el resultado de
un profundo desbarajuste legislativo en materia de educación junto
con un profundísimo cambio social y cultural que penaliza todo lo
que supone la cultura del esfuerzo y centra el punto de interés en
lo inmediato, en el consumismo voraz que despierta en los
adolescentes la sensación, irreal, por supuesto, de que todo lo que
se les antoje está al alcance de sus manos. Hordas de chavales cuyo
foco principal de ocio es el centro comercial, sancta sanctorum de
esta generación.
Porque,
señores míos, estudiar es un derecho, por supuesto, también un
placer si nuestra educación y nuestro entorno lo facilitan, pero,
sobre todo, supone un esfuerzo permanente por mejorar, por cultivar
la lectura, practicar operaciones, razonar y comprender todos los
contenidos que nos ofrecen las distintas ramas del saber.
Y
no, la culpa no puede achacársele por entero a la irrupción de las
nuevas tecnologías. Los niños de hoy han nacido en un mundo digital
y es completamente lógico que dominen desde bien pequeños un campo
en el que muchos adultos son (o somos) auténticos analfabetos
tecnológicos. Nuestro papel como padres o profesores ha de ser, el
de velar por su bienestar, y advertir de los posibles peligros que el
mal uso de internet y de las redes sociales puede conllevar. No es,
salvando las distancias, tan diferente de los peligros que nos
acechaban a nosotros con el mundo de las drogas, sin ir más lejos.
No hay que olvidar que la adolescencia conlleva una vulnerabilidad
específica del individuo en un momento vital en el que determinados
acontecimientos traumáticos pueden marcar una vida para siempre.
De
todo lo expuesto, lo que más me preocupa es el empobrecimiento, o,
más aún, el desprecio que manifiesta nuestra sociedad actual por
toda forma de cultura y la pérdida, imparable, del peso de las
Humanidades en los currículos educativos. La Historia, la
Literatura, el Arte, la Filosofía, y no digamos ya el Latín y el
Griego, sufren el olvido y el escarnio no solo de la gran mayoría de
los estudiantes sino, lo que es todavía más grave, de las
instituciones educativas y de los distintos organismos estatales
presuntamente encaminados a velar por su salvaguarda.
Una
sociedad avanzada no puede permitirse el desprecio zafio de las
Humanidades. Vemos y oímos constantemente y año tras año campañas
para la prevención del acoso escolar o de la violencia de género,
el reciclaje o el cambio climático, absolutamente indispensables,
por supuesto, para la formación de ciudadanos libres, pero nadie
mueve un dedo más que para despreciar, y depreciar, la cultura.
Probablemente, la razón principal radica en el adocenamiento y
aborregamiento de nuestra sociedad; la cultura, entre otras muchas
cosas, fomenta y desarrolla el espíritu crítico, y potencia en el
ser humano la capacidad de pensar y forjarse su propia mochila de
experiencias y una independencia de criterio esencial para la madurez
de cada uno. A un sistema político perverso y corrupto como el que
hemos sufrido, y todavía pervive, no le interesa en absoluto una
sociedad, y mucho menos una juventud, con las características que
acabo de enunciar.
En
este sentido, es lamentable tener que reconocer que los adolescentes
terminan la etapa de educación obligatoria sin haber adquirido lo
que tradicionalmente se ha denominado “cultura general”,
verbigracia, ese conjunto de saberes comúnmente aceptados y que nos
permiten, por ejemplo, interpretar un cuadro de Velázquez o un poema
de Quevedo, dado que nuestro conocimiento del mundo nos evoca
nuestros conocimientos de cultura bíblica o mitológica. Hoy, la
gente presume de lo contrario, y todavía presupone que hay que ser
religioso para poseer una mínima cultura bíblica. La marea
mediática que nos maneja cual títeres, dificulta y fagocita estos
saberes porque es bien sabido que una sociedad inculta y aborregada
es muchísimo más fácil de manipular.
Lo
cierto es que a estas alturas de la película esta que suscribe,
profesora vocacional de Lengua y Literatura en la enseñanza pública,
está más que harta de esa pléyade de eruditos a la violeta que
bajo el paraguas ideológico de la izquierda más radical manifiestan
una más que dudosa superioridad intelectual sobre los que humilde,
callada y laboriosamente, a modo de intrahistoria unamuniana,
construimos, o al menos, lo intentamos, piedra a piedra, los
cimientos de un nuevo —e ilusionante— modo de entender la
enseñanza e instrucción —que no educación, que ha de emanar de
la familia— de nuestros jóvenes.
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