DE
URINARIOS Y MENINAS
Raúl
Galache García
1917,
Nueva York. Un francés compra un urinario, lo voltea de modo que la
superficie plana —la destinada a ir atornillada a la pared— sirva
de base, lo firma como R. Mutt y decide presentarlo, con el nombre de
La
fuente,
a la muestra de arte que organiza la Sociedad de Artistas
Independientes. Los organizadores habían asegurado que cualquiera
que perteneciera a la Sociedad, para lo que se pedía una inscripción
de un dólar, y que pagara una cuota de participación de otros
cuatro, podría exponer sus creaciones, pero, a pesar de cumplir los
requisitos exigidos, la obra fue rechazada. Lo que en ese momento
aquel jurado no sabía es que tras Mutt se escondía uno de ellos,
Marcel Duchamp, que, de este modo, tan en serio como en broma, quiso
retar a sus compañeros y al mismo concepto de arte. La
Fuente
original nunca se llegó a exponer y de hecho se rompió. Sabemos de
su existencia por la foto de un conocido galerista y porque el
artista —ya que estamos y que sueltan la pasta— hizo varias
“fuentes” que están repartidas por museos de todo el mundo. Una
obra que ni siquiera llegó a exponerse, que no era sino un urinario
dado la vuelta, de la que solo quedan réplicas, es hoy,
indiscutiblemente, una de las piezas imprescindibles de la historia
del arte. Bienvenidos al arte conceptual; bienvenidos al mundo
moderno.
Cuando
se le cuenta esta anécdota a los estudiantes de Secundaria, tienden
a reaccionar como lo haría mucha gente en la calle: “¡pues vaya
chorrada!”, “¡pues ahora cojo yo un váter y me forro!”,
“¡pues mira que pagar una pasta por eso…!”. Y es normal.
¿Tiene mérito La
fuente
de Duchamp? ¿Es una ocurrencia, una tomadura de pelo, una
genialidad? El caso es que nadie se plantea tal cosa ante Las
meninas.
Para empezar, porque en seguida se aprecia el mérito del artista; un
simple vistazo y se entiende que la pintura es fiel a la realidad que
quiere representar, que el cuadro “está bien pintado”. En él se
ve, con total claridad, a un grupo de personas, todas en torno a una
niña preciosa, que miran una escena. Pero en Las
meninas,
el protagonismo está fuera del cuadro. Los personajes han acudido a
aquella sala a ver cómo Velázquez pinta a los reyes, que tan solo
aparecen reflejados en el espejo de la pared del fondo. Vamos, que el
centro de la escena, el tema principal, está en la posición que le
corresponde al espectador, está fuera del propio cuadro. En otras
palabras, es una obra maestra no solo por su técnica, sino también
por el contenido que propone, por la idea que sustenta la obra, por
el concepto subyacente.
Volvamos
ahora a La
fuente.
¿Qué propone Duchamp con ella? No cabe duda de que cuestiona el
propio concepto de arte. Coge un objeto cotidiano, lo saca de su
contexto, cambia el modo de mirarlo y… ¿es arte? ¿Puede serlo un
producto fabricado en serie, algo destinado a un fin meramente
práctico? Si una obra se expone en un museo, ¿pasa a ser
considerada arte? ¿Es la idea más valiosa que la propia obra? Lo
cierto es que las respuestas son menos importantes que las preguntas.
El mero hecho de plantear estas cuestiones abrió la puerta al arte
contemporáneo. Trajo la libertad ilimitada para el artista y
también, no debe olvidarse, para el espectador, que ahora puede
rechazar tranquilamente La
fuente
o la Mierda
de artista,
de Manzoni, sin sentir menoscabo en su inteligencia.
Hace
poco, visité en La casa encendida la exposición “Generación
2018”. En ella se muestran diez obras de sendos artistas menores de
treinta y cinco años. Todas ellas son instalaciones. Me acompañaba
mi hija menor, de nueve años. Son obras que interpelan al
espectador, que le obligaban a formar parte de la creación, a darle
un sentido, a completarla con su mirada. Al salir, le pregunté si
prefería visitar exposiciones de este estilo o el Prado. No tuvo
dudas: “esto mola más”.
No
se trata de que el arte contemporáneo sea mejor que el anterior a
las Vanguardias. No se trata de competir. Se trata es de que es el
nuestro, el de nuestro tiempo, el de ahora. Por eso conecta de manera
directa y contundente con una niña de nueve años. Ofrece una forma
personalísima de situarse en el mundo, una mirada reveladora de la
realidad, que es la del artista, y, para ello, para alumbrar al
espectador con la luz propia, todo vale, cualquier técnica y
cualquier herramienta: desde la pintura al óleo hasta el plástico
quemado o la basura. Sin embargo, la obra solo es interesante, solo
“dice algo”, si tiene una idea que la sustenta; de no ser así,
será mera forma vacía, un continente sin contenido, una mirada sin
ojos. ¿Es esto nuevo? En toda la historia del arte, la mirada del
creador es la esencia de la obra, el alma que le da vida. Sin ella,
la técnica, por muy virtuosa que sea, no vale de nada. El resultado
será más o menos bello, pero impersonal. Por eso, el arte es arte y
lo demás, diseño o silencio. Aún nos sentimos fascinados por las
pinturas rupestres, por saber qué se esconce tras ellas, qué
buscaban expresar sus autores, por qué las hacían, qué concepto
les dio vida. La idea cuenta y vale. Solo late la obra si un alma la
alienta.
Cambia
la técnica, claro, pero no el latido humano. Ocurre que, al final,
tan moderno es Duchamp como Velázquez y, si se quiere, el hombre
cavernario que, en los albores de la humanidad, puso su mano manchada
sobre la piedra cálida.
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