EL PODER DE LA MIRADA: SAUTET Y LOS CORAZONES HIBERNADOS



José Antonio Jiménez de las Heras
Escritor y documentalista. Vicedecano de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid

A lo largo de la historia del cine, un recurso expresivo ha diferenciado a los grandes maestros del resto de los creadores de la imagen: la mirada.
            Tan solo aquellos grandes entre los grandes han sido capaces de expresar más con las miradas que con cientos de palabras; la palabra es, sin duda, uno de los recursos expresivos fundamentales del cine, pero la mirada supone una autentica epifanía en la unión del creador cinematográfico con la esencia de su lenguaje creativo; un domino absoluto de la sustancia expresiva de la imagen para narrar y emocionar sin palabras.
            Y es que el hilo de la narración y de la emoción, más profunda de lo que cualquier palabra pudiese expresar, están presentes, de la mano de la mirada, en una película que encarna la esencia de lo cinematográfico, alimentada por un profundo espíritu humanista, hoy cada vez más desterrado del artificioso y vacío cine actual. Su creador consigue con ella desnudar el espíritu humano de la manera más precisa, a través de las miradas que sus personajes intercambian o proyectan hacia los acontecimientos, modificando nuestra percepción de los mismos, que se transforman bajo esas miradas.
            Hace ahora 25 años que vi por primera vez “Un corazón en invierno” (“Un coeur en hiver”, 1992), de Claude Sautet, uno de los más importantes autores cinematográficos del país vecino olvidado por las mentes perezosas que prefieren la repetición de los lugares comunes, al descubrimiento personal y el esfuerzo por pensar nuevos territorios y paisajes. Una figura como la de Sautet explica el porqué de la afirmación de que la historia del cine está aún por escribir (o reescribir) en muchos de sus pasajes.
            Revisitar “Un corazón en invierno”, tras un cuarto de siglo, supone un ejercicio de hermosa y cruel confrontación con los propios fantasmas de una vida y con las cicatrices del tiempo. Pero al mismo tiempo permite volver a descubrir toda la sabiduría sobre el ser humano que atesora Sautet, y que se explicita en los pliegues de las miradas que intercambian entre si Stephane y Camile, condenados a no poder amarse por el complejo egoísmo y el suicida instinto de protección de Stephane, empeñado en no sentir para no sufrir; una definición del personaje insuficiente para tan compleja creación de su autor, que le califica como el epítome “del hombre moderno” (1), en una lúcida y precisa disección de nuestro yo actual.
            Una red de miradas tejerá el amor factible, pero al final imposible, entre ambos personajes. Stephane, luthier de manos privilegiadas, cuya precisión en su trabajo es proporcional a su hibernación emocional, afinará el violín de Camille al mismo tiempo que desestabilizará su mundo: en el primer concierto de Camille tras la intervención de Stephane en el instrumento, su violín recobrará la precisión de su sonido, mientras ella, llevada por el intercambio de miradas con Stephane, será incapaz de encontrar el acorde adecuado. Este se levantará entendiendo el porqué de la incapacidad de Camille por tocar la pieza, consciente del efecto que produce en ella, en una primera huida para salvaguardar su estabilidad sacrificando el riesgo de vivir. Ni una sola palabra se intercambiará entre ellos, pero el sentimiento nace ante los ojos del espectador gracias a la precisión de un juego de miradas.
            El privilegio de la mirada no será un elemento de intercambio exclusivo entre los personajes, convirtiéndose en vehículo de precisión para la narración. Un hermoso momento explicará el pánico de Stephane a sentir y, por lo tanto, a vivir: tras la confesión explícita del amor que siente Camille por él, turbado tras rechazarla, se dirigirá a casa de su maestro: el hombre que le enseño a rescatar el alma de los instrumentos heridos, y al único que considera un igual.
            A su llegada Stephane buscará consejo, consuelo, pero encontrará algo que le hará desistir: su maestro discute acalorado con su ama de llaves y al salir al jardín tropieza, cayendo, sin verle, convirtiéndose Stephane en testigo mudo de la escena. Ella saldrá a recogerlo con un gesto de cariño que revela una relación sentimental secreta, que había pasado inadvertida a los inteligentes ojos de Stephane; todo ello lo entendemos por la expresión de Stephane, por sus miradas alternadas con la escena que observamos a través de sus ojos, sorprendido y desorientado ante una relación inasumible para él y que apenas puede comprender en el hombre al que considera su referente. Silencioso volverá a entrar en su coche, marchando de allí y manteniendo para si su descubrimiento.
            Sautet nos ha ofrecido con lo anterior una pieza de orfebrería, en donde nuestra mirada se funde con la de Stephane, la cual Sautet utiliza para hacernos comprender al personaje, aunque se cuide de que no empatizemos con él.
            La complejidad de la mirada de Sautet nos transportará a un momento privilegiado, previo al final de la narración: una epifanía del personaje de Stephane y una muestra de cómo la narración cinematográfica puede hacer honor a la frase de Godard según la cual esta representa “la verdad a 24 fotogramas por segundo”.
            El maestro de Stephane, herido de muerte por el cancer, deseará morir y su compañera vital y ama de llaves convocará a Stephane, junto a su antiguo socio, Maxime, a su vez compañero sentimental de Camille, para pedirles lo que ella es incapaz de hacer: liberarle de su agonía. Maxime y Stephane entrarán en la habitación, pero Maxime incapaz de soportar la visión de su maestro moribundo y de hacer lo que le pide saldrá de nuevo, dejándole solo con Stephane. Una mirada del agonizante nos dirigirá a unos frasquitos y una jeringuilla situados encima de la mesilla de noche. Stephane entenderá y preparará una solución letal que inyectará a su mentor sin ninguna sombra de duda, en un hermoso y duro acto de amor, aplicado con la misma precisión decidida con la que repara la voz de los violines. A corte, Sautet nos mostrará a Maxime paseando con la ya viuda de su maestro; mientras, observa en la distancia una imagen de poderoso simbolismo: Stephane abre la ventana del viejo profesor, que acaba de morir gracias su inyección, y liberado respira: su acción le ha transformado, le ha empujado hacia la vida de nuevo con la paradoja de una muerte por amor. Todo bajo el imperio de la mirada, narradora y significante, de un autentico creador cinematográfico. 
Tras este único acto de amor y de riesgo vital, asumido con sólida entereza, Maxime y Stephane esperan en un café. Camille llegará entonces a recoger a Maxime que se ausenta para pagar; una furtiva mirada une a Stephane y Camille que apenas intercambian palabras. Maxime volverá y Camille se levantará despidiéndose del hombre al que amo y al que tuvo que renunciar. Irán al coche y al arrancar, a través del cristal, Camille dedicará una mirada a Stephane en la que sospechamos una despedida definitiva; el final mostrará una largo y lento travelling sobre el objeto de esa última mirada: Stephane se ha transformado y tras verla marchar intuimos el inicio del deshielo, el final de la hibernación del “héroe de nuestro tiempo” (2).
            Un nuevo comienzo que llega demasiado tarde para paliar una condena a la soledad, provocada por un egoísmo protector que a la postre  se demostrará autodestructivo. Y nuestra simpatía y rechazo estarán con él, con Stephane, complejo hombre de nuestros días construido desde y por la mirada. 
Adenda:
            Robert Rossen dijo que un guión ha de construirse siguiendo el principio de que “a mayor intensidad de los sentimiento, menor cantidad de palabras”. Sautet era conocedor de este secreto y lo compartió con nosotros en una de las más hermosas y dolorosas películas que podamos ver.
            Y es que, al final, hablemos de cine o de cualquier otro tema siempre estamos refiriéndonos a aquello que como “hombres modernos” deseamos tanto como tememos: el amor. 

*****
(1) CASTRO, Antonio. “Entrevista con Claude Sautet”. Miradas sobre el mundo: conversaciones con cineastas. Ed. Breogan. Salamanca, 2.000.

(2) Sautet reconocía haberse inspirado en esta novela de Lermontov para desarrollar el personaje de Stephane (CASTRO, Antonio. Ibidem). En un hermoso momento autorreferencial, la mejor amiga de Stephane le regalará este libro porque ve en él un reflejo del propio Stephane.
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