Raúl
Galache García
Escritor,
profesor de Literatura y crítico literario
La Ternura
Texto
y dirección: Alfredo Sanzol
Teatro
de La Abadía
“Desde
primavera de 2016 empezamos a trabajar sobre la comedia en general y sobre
Shakespeare en particular”, dice Alfredo Sanzol. El resultado es "esta
comedia romántica de aventuras en la que intento contar que nos podemos
proteger del dolor que produce el amor". Cualquiera que conozca la obra
del autor inglés identificará en La
Ternura los elementos shakesperianos de los que Sanzol se vale: la
estructura de la acción, los resortes de la trama, las comparaciones extensas y
audaces, las antítesis, las metáforas, las enumeraciones, la prosa y el
verso... En fin, en esta propuesta se respira el aliento del Bardo desde el
principio hasta el final. Por eso, decía, es sencillo reconocer a Shakespeare
en La Ternura, porque está hecho con
tal propósito y porque está bien hecho. Cuestión más difícil es explicar lo que
ocurre sobre el escenario de la sala José Luis Alonso del Teatro de la Abadía
durante las dos horas de función. Sin dejar nunca la sombra del autor inglés,
Sanzol se eleva sobre ella, hasta el punto de que, pasado un tiempo, uno ya ha
olvidado si el texto es del siglo XVII o del XXI, si es un traducción o no, si
estamos ante un homenaje o una deuda; en fin, nada de eso importa. La obra
fluye por sí sola y envuelve, como el manto de la noche que suspende la luz de
la razón, al espectador en su trama agitada, en sus juegos y equívocos, en el
encanto de sus personajes y en la caricia de sus palabras.
El argumento no puede ser más
shakesperiano. Siendo Rey de España Felipe II, una madre y sus dos hijas viajan
con la Armada Invencible camino de Inglaterra, donde las dos hijas han de
casarse con nobles ingleses a los que no conocen. La madre, conocedora de
poderes mágicos, convoca una tempestad a la que sobreviven solo ellas tres,
pues es el deseo de la progenitora escapar de todos los hombres del mundo a una
isla desierta que hay por allí. Pero mire usted por dónde que en la tal isla
habitan tres hombres: un padre y dos hijos, que, por deseo del padre y del hijo
mayor, llevan veinte años allí recluidos, huyendo de las mujeres. A partir de
aquí, el embrollo está servido: cambios de identidad, equívocos, dobles
sentidos, elementos mágicos, amores, desamores, etc. La tempestad, Noche de reyes, El Sueño de una noche de verano, Como
gustéis, Trabajos de amor pedidos... todas ellas están ahí (sus títulos, de
hecho, en las voces de los personajes), pero no como piezas encajadas a
martillazos ni como las piedras de un templo antiguo mal reconstruido, sino
como el viento que empuja las velas de una nave nueva y audaz, ágil y desenvuelta; una idealización de la comedia
isabelina para espectadores de hoy, que sentirán el mismo hechizo que los del
pasado en el teatro El Globo. La Ternura
viene a mostrar que el amor, con su luz avasalladora, rompe los prejuicios que
nos han echado incluso antes de nacer.
Tan acertado es el texto como la
puesta en escena. La iluminación, discreta y poética, sustenta la acción y
seduce al espectador; la escenografía le sirve de lienzo: tres altos arcos
acabados en bóvedas semicirculares y un suelo que adquieren los tonos azules de
la ensoñación; el vestuario es eficaz, más atractivo en el caso de ellos (por
su indefinición temporal) que en el de ellas (¡que visten como en el siglo
XVII!; ¡oh, milagro!).
Pero en el teatro ocurre que todo
puede disponerse de la mejor manera y, aun haciéndolo, si los actores fallan,
la obra es una ruina. No es, obviamente, el caso. Habría que emplear muchas
palabras para dar cuenta cabal del buen hacer de cada uno de ellos. Muestran
todos un trabajo cuidadoso, bien resuelto en cada palabra o gesto, limpio y
entregado. Los personajes atraviesan un recorrido de emociones que va de la
reflexión al paroxismo y los actores dan cuenta de todas con el mismo acierto.
No sería justo destacar el trabajo de alguno sobre los demás, porque lo que
funciona en La Ternura es el
conjunto, el equipo; seis grandes artesanos que unidos hacen arte. La mejor
muestra de ello es la escena del humo mágico, que los agita y revuelve en un
amasijo de carne. ¡Brillante!
Al final, el público dio uno de los
aplausos más largos, emocionados y, sobre todo, agradecidos que uno recuerda.
Porque, tras ver La ternura, lo que
uno siente es eso: agradecimiento. Tanto que no oculto que el final se me hace
algo precipitado, o que me hubiera gustado ver a un Puck diciendo aquello de
"si nosotros, vanas, sombras, en algo os hemos ofendido...". No;
claro que no hay ofensa ni agravio. Cómo iba a haberlo cuando se nos regalan
durante dos horas la elegancia, la sutileza y la inteligencia de las que el día
a día nos priva. No; claro que no. Solo nos queda daros nuestro aplauso y que
quedemos como amigos.
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