Cervantes,
un héroe castrense-literario sin gloria contemporánea
Diego Vadillo López
(Publicado en la desaparecida revista digital “Azay Art Magazine” el 5-8-2015)
Harto
conocido es que algunos de nuestros grandes literatos (Calderón de la Barca,
Lope de Vega o Cervantes), en algún momento de sus respectivos trayectos
vitales, se enrolaron en los Tercios. Y es que, insertos en aquella atmósfera
de época en la que la «razón de Estado» se sustentaba, paradójicamente, en una
serie de hondos valores que en última instancia llevaban al combatiente a dejar
su vida en el campo de batalla, bien es cierto, por otra parte, que junto con
la carrera clerical, era una de las pocas salidas profesionales para los
desfavorecidos en aquellos tiempos. Era una de las pocas vías de acceso a una
cierta meritocracia en la que, si la fortuna acompañaba, se podía medrar y
adquirir ciertas honras aun proviniendo de los más bajos estratos. En fin, todo
se sustentaba en un compendio de férreas convicciones y de fines utilitaristas.
Todo
en un tiempo en el que las monarquías regían la política internacional y para
ello se veían obligadas a una intensa actividad diplomática, siendo la guerra
la fórmula habitual cuando se trataba de obtener territorios a costa de otras
soberanías.
En lo
alto del escalafón las casas reales identificaban a los ciudadanos de unos u
otros territorios con sus ambiciones políticas (o al menos lo intentaban).
Sobre todo a partir de la llegada al trono de Felipe II, dado que este monarca
identificó definitivamente y para la posteridad el Imperio con España,
recayendo más concretamente la capitalidad (o centralidad) de todo aquel
extenso mosaico en el reino de Castilla.
A tal
conformación de las relaciones internacionales se unía el que, desde la Edad
Media, la guerra fuera una actividad objeto de idealización. El género épico es
la prueba de ello. Hoy se ha deslindado la idealización de la actividad bélica,
dirigiéndose la carga emocional más hacia las competiciones deportivas. No en
vano en el deporte se conserva más el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, algo que
se ha perdido en muy grande proporción merced al uso de la tecnología militar
en los escenarios bélicos. Aunque es cierto que la guerra de guerrillas, por
ejemplo, sigue gozando de pujanza en pleno siglo XXI (véase, por ejemplo,
Afganistán); en amplios segmentos del mundo islámico se sigue conservando aquel
espíritu guerrero al servicio de intangibles ideales. Sigue viva para gran
parte del mundo árabe la vieja confrontación entre el Occidente cristiano y el
islam.
Al
componente épico de la actividad guerrera contribuyeron las narraciones que,
entre la leyenda y la crónica, se elaboraron en su momento y que han quedado
para la posteridad.
En el
Renacimiento, nacido en el seno de la Edad Media, más allá de la ruptura que
supuso con respecto a la etapa precedente, se revisitaron ciertas liturgias e
ideales caballerescos. Lógica que se coaligaba a la perfección con unos tiempos
nuevos y bastante susceptibles de ser asimilados muy a la épica usanza: las
batallas con otros reinos, la amenaza turca, el descubrimiento del Nuevo Mundo…
Así
las cosas, se estableció un paradigma de soldado humanista, figura que
adquiriría relevancia sobre todo a partir del siglo XVI. Una obra fundamental
en tal concepción fue «El cortesano» (1528) de Castiglione, que tradujo Boscán
cinco años más tarde de su aparición.
Dada
la enfebrecida actividad militar del Imperio español, sumada al resurgir del
espíritu caballeresco y al interés por la cultura, se propició el caldo de
cultivo para que surgieran numerosos «intelectuales-militares»: poetas,
cronistas de indias o traductores que compaginaban las armas y las letras.
Algo
de aquel espíritu es seguro que movió a muchos de nuestros literatos áureos a
tomar las armas. Y bastantes de tales experiencias quedaron plasmadas en sus
respectivas obras, y es que el intelectual tardo-renacentista o barroco tuvo
que vivir con la contradicción que suponía su sentido patriótico en un momento
en que el Imperio español se iba diluyendo, pero en el que la memoria reciente
exhalaba grandeza y heroísmo.
* * *
Gran
influencia tendría la orden de Cluny en la conformación de la caballería en un
elemento al servicio del cristianismo cuyas armas se emplearan en favor de la
paz y el orden. En España, enfrascada en la Reconquista, hallaría mayor, y más
temprano, predicamento tal circunstancia.
Así la
milicia empezará a ir paulatinamente identificándose con los nuevos y emergentes
Estados, ya que estos iban requiriendo cada vez más de tales formaciones
armadas. Este fenómeno se irá entreverando con el Humanismo que empieza a
adquirir gran relevancia y que contiene nuevos principios como la dignidad del
hombre, lo que va conformando una serie de valores cívico-políticos en el marco
de una mayor valoración de la vida terrenal. Junto a todo irá también aparejado
el avance en el arte de la guerra.
El
nuevo caballero, sustituto del medieval es el cortesano, como hemos visto antes.
Diríamos que se produce un refinamiento que, a la vez, supone una superación
del héroe-guerrero medieval.
En una
Europa en conflicto permanente se irá empezando a hacer acopio de toda la
experiencia bélica atesorada desde la antigüedad, sumándosele los avances. En
tal panorama el hombre entregado al ejercicio de las armas gozará de notorio
prestigio, pues se considerará que dicha práctica eleva al individuo. En todo
ello influiría no poco el estoicismo, con su carga de resignada abnegación.
Otro
factor a tener en cuenta será la desmilitarización del estamento nobiliario,
que fue abdicando de su compromiso con las armas, haciendo recaer tal función
en el estamento más desfavorecido. Se resarcían así los nobles de la única
carga que, a su vez, daba sentido al régimen de privilegios del que se
beneficiaban, mas ya desde el siglo XV, en el que se empezó a producir el
apartamiento de los bélicos compromisos por parte de la nobleza, se comenzó,
por otra parte, a minimizar su presencia en las esferas del poder político,
surgiendo una nueva elite emergente en los resortes gubernativos.
* * *
En un
contexto en tránsito de valores e instituciones como el que está siendo objeto
de nuestra aproximación fue en el que vivió nuestro insigne escritor don Miguel
de Cervantes Saavedra, quien proviniendo de estratos humildes de la sociedad de
entonces adquiriría, pese a los numerosos lances infelices que acaecieron a lo
largo de su vida, gran prestigio militar y literario, siendo ejemplo
paradigmático del hombre de armas y letras, no en vano, como hemos dejado ya
dicho, el autor de «El Quijote» se enroló en los Tercios.
Tras
una infancia de penurias varias, rebasada la adolescencia, fue
providencialmente el escritor presentado a Monseñor Acquaviva, prelado con fuerte
propensión al apoyo y protección de los artistas. Entrando como su asistente,
Cervantes pudo viajar por Francia e Italia (Milán, Roma o el Vaticano). Según
las malas lenguas, en realidad huyó por unas pendencias, esto es, para evitar
las consecuencias legales de una reyerta en la que habría participado de
primerísima mano. Pero tal hecho no se ha constatado fehacientemente.
En
cualquier caso, el joven Cervantes (veinteañero entonces) que pese a las
estrecheces familiares había adquirido una notable cultura, estaba dotado de la
sensibilidad suficiente como para quedar epatado por las magnificencias
artísticas que encontraría en la península italiana en pleno Renacimiento.
Dotado,
además, de un cierto espíritu aventurero, en Italia también observó de primera
mano a las tropas españolas: los Tercios de la Infantería española, creada por
Gonzalo Fernández de Córdoba (el Gran Capitán). Y hasta tal punto debieron
fascinar a Miguel de Cervantes aquellos aguerridos soldados enrolados en las
milicias imperiales que no tardaría en hacer lo propio él mismo, y en 1571
entraría en el Tercio del Maestre de Campo Miguel de Moncada, que tenía el
mando sobre diez compañías; Cervantes fue a la capitaneada por don Diego de
Urbina. El Imperio español, como venimos viendo, contaba con una fuerza militar
implantada en España, Italia y Flandes, y Cervantes empezaba un itinerario que
le convertiría en ese compendio de hombre de acción y de pensamiento, tan al
uso de la época, no en vano la guerra entonces era casi el estado natural,
motivo por el que los Estados se veían obligados a crear cuerpos militares de
elite permanentes, mucho más si se era el Imperio mundial que era España. De
hecho, pese a que Flandes, Inglaterra o las Indias eran flancos muy valiosos,
ya en los tiempos de Carlos V, los turcos eran una amenaza evidente, habiéndose
llegado a situar frente a Viena, por lo que el Monarca hubo de enfrentarse a
Soleiman. También Felipe II habría de combatir dichas amenazas turcas.
En tal
estado de las cosas fue en el que ocurrió la captura de Cervantes y su arduo
cautiverio de cinco años. En 1575 volvía a la Península Ibérica en la galera
Sol, llevando consigo una serie de recomendaciones producto de sus méritos en
el campo de batalla. En tal trayecto, a la altura de la Costa Brava fue
apresado por corsarios turcos a cuyo mando estaba Arnaute Mamí.
Los
prisioneros fueron llevados a Argel y allí permanecería Cervantes cinco años y
un mes.
Parece
ser que le fue otorgado un trato preferente por hacer pensar a los captores las
recomendaciones que portaba el literato que se trataba de un verdadero
prohombre, por lo que, pensando en la sustanciosa recompensa que pedirían por
él, no acabaron con su vida pese a los repetidos intentos de fuga del aguerrido
autor de las «Novelas Ejemplares». Hay quien dice que también era mirado con
simpatía por el sultán de Argel, Hasán Bajá, merced a sus lances de ingenio,
hasta el punto de que cuando dicho sultán fue llamado a Constantinopla,
contempló la posibilidad de llevarlo consigo.
Finalmente,
entre la familia y los frailes trinitarios consiguieron reunir el rescate
solicitado y liberarlo.
A su
regreso a España todo se le antojaría más romo, mas siempre conservaría en su
memoria con orgullo sus años de servicio militar. Se dice, incluso, que Lope de
Vega envidiaba su bien ganado prestigio como soldado.
Secuelas
de sus días de cautivo han quedado por sus obras (cfr. «Los tratos de Argel»).
* * *
Se ha
hablado mucho del influjo erasmista en Cervantes, no en vano Erasmo de
Rótterdam fue autor de «Manual del caballero cristiano» (1503), que supuso un
verdadero manual para muchos belicosos aventureros no ajenos a la imagen del
monje-soldado que adora los libros y el saber.
El
erasmismo se convirtió, de algún modo, en una doctrina que trataba de conciliar
lo medieval con lo entonces contemporáneo; sería, a grandes rasgos, un examen
más humanista y racional de la fe cristiana, lo cual implicaba la aportación de
un tono liberal a la interpretación religiosa.
Todo
cabe entenderlo panorámicamente haciendo hincapié en el contexto renacentista,
donde la cultura y la diplomacia eran méritos a cultivar se fuese o no
cortesano.
En
tales parámetros se podría ubicar al Gran Capitán, Gonzalo Fernández de
Córdoba. Fue éste un verdadero exponente de los valores de su tiempo. De
familia noble cordobesa, sería testigo muy tempranamente de las luchas con los
musulmanes e internobiliarias durante el reinado de Enrique IV de Castilla;
quizá las mencionadas experiencias influirían en su evolución hacia el mando
militar. Gran estratega, sobre la base del Ejército creado por el Cardenal
Cisneros en 1516, suelo sobre el que se configuraron en 1534 con Carlos I los
Tercios, elaboró una serie de estrategias que hicieron alcanzar al Ejército
Imperial sus mayores cotas. Un compendio de contundencia y flexibilidad otorgó
numerosos éxitos a un áscar dividido en tercios, organización semejante a las
selecciones deportivas en la actualidad, ya que el Tercio más que una unidad
militar era una forma de vida: una serie de hombres organizados jerárquica y
fraternalmente se preparaban para batir a los enemigos del proyecto patriótico
al que pertenecían. Se entrenaban juntos y contaban con diferentes asistentes (barbero,
capellán, cirujano…). El resultado era un equipo de hombres preparados para
manejarse bélicamente en las situaciones más adversas.
Las
primeras formaciones fueron las de Tierra, de hecho las de Marina se empezaron
a nutrir con combatientes de Tierra que actuaban en los barcos como auxiliares
hasta la autónoma organización de la Armada.
Cervantes
combatió en Lepanto como soldado perteneciente a las Unidades de Tierra
derivadas al Cuerpo de Galeras.
Merced
al éxito de las primeras operaciones marítimas el Emperador se decidió a crear
las primeras unidades propias de la Armada: el Tercio Viejo de la Mar de
Nápoles.
Aprovechando
la referencia a las unidades de Marina, acabaremos el capítulo haciendo
referencia a la mítica Batalla de Lepanto en la que tan célebre se hizo Miguel
de Cervantes, exponente que hemos barajado del guerrero humanista.
La
política naval tanto de Carlos V como de su sucesor se basó fundamentalmente en
los «asientos», que eran fórmulas contractuales de colaboración militar. Como si
de un procedimiento semejante y precedente a la OTAN se tratara, las armadas de
Génova, Nápoles y Sicilia se prestaban mutua asistencia cuando ésta era
requerida desde alguna de las partes. De hecho cuando la gran amenaza turca se
hizo constatable se unieron todas las escuadras bajo un único mando.
Todo
indica que fue en 1560 cuando Felipe II cayó en la cuenta de la amenaza que
suponía el Imperio turco tras ser derrotadas cincuenta galeras italianas cerca
de Trípoli por una armada turca. Se hizo entonces perentoria la creación de una
sólida armada que resistiese a los embates.
En
semejante circunstancia, una década después, acaecería la célebre Batalla de
Lepanto.
Selim
II lanzó un órdago a Venecia para que le hicieran entrega de Chipre; ante la
negativa unos cien mil hombres desembarcaron en la isla, por lo que los
venecianos hubieron de pedir ayuda a las naciones cristianas, a la que
respondieron España y el Papa Pío V.
En el
combate desarrollado en el golfo de Corinto entre la flota turca y la Santa
Liga (compuesta por escuadras españolas, sobre todo, pontificias y venecianas),
se libraría una importante contienda por el enorme valor simbólico que para la
cristiandad europea suponía aquella victoria. Al frente de la flota española
fue don Juan de Austria, bastardo de Carlos V con enorme vocación castrense.
Bajo su mando irían insignes almirantes como el genovés Andrea Doria o el
marqués de Santa Cruz.
La
minuciosa planificación estratégica y arrojo de don Juan fueron determinantes
para alcanzar un desenlace que se concretaría en un saldo de unos treinta mil
turcos muertos y unas doscientas cincuenta galeras hundidas o apresadas por los
cristianos. El choque más determinante fue el que se produjo entre la galera
«Sultana», capitaneada por el cuñado de Selim II, Alí Bajá, y la «Real», a cuyo
frente iba don Juan de Austria, quien, ya muy curtido en la guerra contra los
moriscos en las Alpujarras, tras la gloria que le acarreó este episodio,
también presentaría batalla al calvinismo.
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