REIVINDICACIÓN DEL MITO


REIVINDICACIÓN DEL MITO (Una necesidad en la educación)


Jorge Ortega Blázquez


En un artículo de prensa publicado no hace todavía diez años Umberto Eco exponía, no sin cierto poso de amargura, como unos adolescentes recorrían fascinados las salas del museo del Louvre sin que pudiesen, sin embargo, comprender la mayor parte de las maravillosas obras de arte que ante sus ojos iban apareciendo, al carecer de las más mínimas nociones de iconografía cristiana y al ignorar casi por completo el contenido de las Sagradas Escrituras. Este artículo del autor de El nombre de la Rosa (“Los Reyes Magos, esos desconocidos”) me ha animado a redactar estas líneas, que por otra parte ya hacía tiempo que venía fraguando en mi magín. Según el profesor piamontés, “Es imposible entender digamos tres cuartas partes del arte occidental si no se conocen los hechos del Antiguo y del Nuevo Testamento y las historias de los santos”, afirmación esta que me parece muy difícil de refutar; y esto es precisamente lo que le ocurre —o nos ocurre, pues siempre es mucho más lo que ignoramos que lo que sabemos o creemos saber— a la mayoría. Tendemos a ignorar esta parte fundamental de nuestra cultura, tendemos a desconocer la mayor parte de nuestros mitos fundacionales y de alguna manera (espero poder demostrarlo en el ir transcurriendo de estas líneas) perennes y escondidos en nuestro inconsciente colectivo, con lo cual se me antoja tarea bastante trabajosa poder realizar un acercamiento lo suficientemente próximo a la realidad que nos rodea y de la que formamos parte, entender el mundo en el que vivimos. Y esto no sucede solamente con los mitos procedentes del mundo judeocristiano (creo que uno de los grandes errores del cristianismo ha sido el de interpretar demasiado literalmente sus mitos, y espero no ofender con esta observación a ningún creyente, pues no es esa mi intención), sino también con esa gran otra tradición mitológica procedente de Grecia y Roma, cunas de nuestra cultura y de nuestra civilización (dejaremos aparte, pues la extensión de este escrito no permite detenernos en ellas, otras mitologías, nórdicas, celtas, americanas, orientales, etc.). De ahí esta reivindicación mía del mito; de ahí que considere de vital importancia la ilustración de nuestra juventud, pero también del resto de la humanidad ignorante de estas cuestiones, en estas maravillosas y fascinadoras historias que, ya lo iremos viendo, son algo más que meros relatos, pues son, entre otras cosas, una de las llaves que pueden abrirnos las puertas del conocimiento de este complejo mandala en el que vivimos y, por extensión, del conocimiento de nosotros mismos. (Recuerde el curioso lector el adagio inscrito a la entrada del oráculo de Apolo, en Delfos: “Conócete a ti mismo”).
Y es que la mitología no se considera en los programas de enseñanza, sea primaria, media o universitaria —con honrosas excepciones en este último caso, dependiendo, claro, de la carrera que se curse— con la importancia que debiese considerarse, sobre todo teniendo en cuenta que podríamos calificarla como una especie de patrimonio de la humanidad, como el arte, la filosofía, la música o la literatura, cada vez más desterradas, por desgracia, —“O tempora, o mores!”— de nuestros programas educativos. En efecto, basta con echar un vistazo a cualquier libro de texto destinado a nuestros adolescentes para darse cuenta de la insuficiencia de la definición que del mito aparece perpetrada en sus páginas. Se habla del mito, sin más, como de un subgénero narrativo que narra historias con un componente sobrenatural o maravilloso protagonizadas por héroes, dioses y semidioses, historias o relatos que intentan dar una especie de explicación mágica a hechos —la formación de ciertos accidentes geográficos, el origen de algunas instituciones, etc.— para los que en un estadio aún muy primitivo de la evolución de la humanidad la razón, la ciencia, no había encontrado explicación alguna. Con ello se está incurriendo en esa contumacia que se empeña en seguir separando el mito del logos, entendido este último como razón o discurso, como si el mito no necesitase del logos, esto es, del discurso lingüístico, para ser expresado y el logos no se apoyase, como sí se apoya, tantas veces en el mito para construir su discurso y ofrecer sus explicaciones (basta recordar el uso que Platón, considerado por muchos como el padre de la filosofía, hace del mito en muchos de sus diálogos, como en el caso del mito de la Atlántida, en el Timeo, o el del andrógino o las dos Afroditas, la Urania y la Pandemos, en ese prodigio que es su Banquete, por poner algunos ejemplos sin ser demasiado prolijo). No, el mito, los mitos, la mitología es mucho más que eso. La definición del manual es insuficiente y simplista.
No solo un conocimiento amplio de la mitología, tanto clásica como judeocristiana, insisto, es imprescindible para acercarse a una grandísima parte de las manifestaciones culturales y artísticas de este occidente nuestro (acaso ya en una decadencia irreversible), con todo lo que esto supone de cultivo de la propia sensibilidad y de crecimiento personal, aparte de proporcionarnos muchos momentos placenteros que pueden consolarnos de las trapacerías de este pícaro mundo en que vivimos, sino que el mito, la fuerza del mito —en esto desempeña también un papel asaz importante el símbolo, otro gran olvidado— es capaz de hacer que resuenen en nuestras vidas los acontecimientos todos del pasado, el presente y el futuro, me atrevería a decir, de la humanidad. El mito, así, es una expresión máxima que nos permite alcanzar, por decirlo de alguna manera, la otra orilla, el misterio oculto en el otro lado; bucear, en definitiva, en los más abisales fondos de nuestra psique, esto es, conocernos a nosotros mismos, como ya se ha insinuado antes.
En la línea sugerida en el anterior párrafo y en mi empeño en trascender la insuficiente y simplista definición del mito con la que nuestros jóvenes se encuentran al hojear sus manuales escolares se me ocurre citar al doctor en Filosofía y psicólogo Richard Tarnas, quien, en su libro Cosmos y psique y siguiendo la estela que dejara Carl Gustav Jung —recordemos que el psicólogo y psiquiatra suizo había definido los arquetipos como los principios rectores fundamentales de la psique—, asocia mito y arquetipo, diciendo de este último que puede definirse “como un principio o fuerza universal que afecta —impulsa, estructura, impregna— la psique humana y el mundo de la experiencia humana en muchos niveles”, lo cual, mucho me temo, ya es algo más. Así, en un mundo en el que el ser humano se encuentra cada vez más alienado y desorientado, sobre todo desde un punto de vista metafísico, en un mundo en el que el hombre experimenta, por utilizar la misma expresión que usa el profesor Tarnas, un “extrañamiento cósmico” acaso sin precedentes, el mito puede servir para encontrar esa senda perdida de nuestra psique, de nuestro corazón, me atrevería a decir, al encontrar en él reflejados, arquetípicamente, no solo muchas realidades del mundo que nos rodea, sino también muchos aspectos de nosotros mismos que tal vez antes ignorábamos pero que sin embargo estuvieron siempre ahí, agazapados en nuestro interior más íntimo. En este sentido el potencial educativo del mundo de los mitos es enorme, como ingentes son las enseñanzas que su estudio puede transmitir, al encontrar o reconocer en ellos toda esa realidad exterior e interior de la que estamos hablando. Así, un estudiante, en su contacto con la mitología, puede sentirse identificado o identificar a alguna persona de su entorno con la nobleza y la valentía de un Héctor, con la inteligencia y astucia de un Odiseo o con la imprudencia y obstinación de un Ícaro; puede descubrir en su interior que él u otros también son en ocasiones víctimas de esa hybris de tan funestas consecuencias que a veces ciega a los personajes del mito e intentar ponerle remedio antes de que sea demasiado tarde; puede darse cuenta del amor que su madre le profesa al asistir a la preocupación y el sufrimiento que laceran a Deméter en su búsqueda obstinada de su desaparecida hija Perséfone, raptada por Hades; puede, en definitiva, obtener una visión mucho más enriquecida, dinámica y fascinante del mundo en el que se mueve. El disfrute, por otra parte, que experimenta la mayor parte de nuestros adolescentes cuando estos entran en contacto con este mundo, escuchando, leyendo o trabajando en la investigación de algún mito o personaje de la mitología para exponerlo después ante sus compañeros es una evidencia que el que estas líneas redacta ha tenido sobradas ocasiones para constatar en sus ya más de veinte años dedicado a la actividad docente. ¿Se puede pedir más? Por poner un ejemplo concreto recuerdo que en una ocasión, hace un par de años, después de exponer en clase, entre otros, el mito de Faetón —resumiendo mucho: Faetón, el hijo del Sol, le pide a su padre que le deje conducir su carro de oro tirado por cuatro caballos alados; el Sol, Helios, intenta disuadirle de su intento, argumentando que Faetón es demasiado joven e inexperto para guiar un carro y manejar a unos caballos con los que solo él, ni siquiera Zeus se atreve, puede medirse; Faetón insiste y el resultado es desastroso, pues enseguida pierde el control y el propio padre de los dioses ha de fulminar al muchacho con un rayo para que el carro de fuego deje de producir tantas catástrofes como está produciendo en el cielo y en la tierra—, después de exponer este mito, decía, una muchacha de unos trece o catorce años que había escuchado el relato con interés levantó la mano y dijo con el rostro iluminado como por una súbita revelación : “Qué curioso, profe, lo que el Sol le dice a su hijo Faetón es lo mismo que mi padre le dice a mi hermano mayor cuando le pide que le deje el coche para irse de fiestuqui”. Creo que no lo olvidaré mientras viva. Y este ejemplo, que intento sirva como argumento de refuerzo a mi reivindicación del mito, encaja perfectamente con otra definición del fenómeno bastante más completa y a mi modo de ver veraz de la primera aducida, la de los libros de texto. Tal definición, que expongo ahora para reflexión del lector, ha sido atribuida (posiblemente de manera apócrifa, pero esto es lo que ahora menos importa) al poeta neotérico Cayo Helvio Cinna, contemporáneo del más conocido Cayo Valerio Catulo (siglo I a. C.), y reza de la siguiente manera (cito de memoria): “El mito no es ficción, ni tampoco una historia ocurrida en el pasado. El mito es una realidad que se reitera en el ir transcurriendo de los siglos”. Da, cuando menos, que pensar. Y algo de esto es lo que tuvo que pensar, o que sentir, aquella muchacha cuando hizo aquel salado comentario.
No me resisto a terminar este artículo sin poner a la consideración de sus potenciales lectores una última definición del mito, la que a su autor parece más hermosa entre todas las que se ha ido encontrando a lo largo del camino, con la intención de dejar un final abierto a la especulación, la maravilla y el misterio. Es ahora el erudito estadounidense Joseph Campbell, autor de una buena cantidad de interesantísimos trabajos sobre el asunto que nos ocupa y cuya autoridad en el tema nadie que se haya acercado lo suficientemente a este mundo fascinante se atrevería a discutir, quien tiene la palabra, y así dice: “No sería exagerado decir que el mito es la abertura secreta por donde las inagotables energías del cosmos se precipitan en la manifestación cultural humana”. ¡Las inagotables energías del cosmos! Ahí queda eso.



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