EL LADO OSCURO DE LA DERROTA EN LA GENERACIÓN DEL NUEVO HOLLYWOOD


EL LADO OSCURO DE LA DERROTA EN LA GENERACIÓN DEL NUEVO HOLLYWOOD


José Antonio Jiménez de las Heras


Hay una famosa foto, tomada el 14 de mayo de 1994 en el Rancho Skywalker, el que fuera el corazón del imperio Lucasfilm. En ella aparecen alineados frente a una mesa, con una amplia sonrisa en sus caras, las hoy setentonas leyendas del llamado Nuevo Hollywood, la generación de cineastas de los 70 (fecha aproximada en la que todos comenzaron sus carreras cinematográficas) que cambiaron el rumbo cine norteamericano. De izquierda a derecha podemos ver, sentados frente a esa mesa, a Steven Spielberg, Martin Scorsese, Brian de Palma, George Lucas y Francis Ford Coppola.













Como curiosidad añadamos que esta ha sido la foto reproducida hasta la saciedad, por diferentes medios, desde aquella fecha en la que se celebraba el 50 cumpleaños de Lucas. Pero en esa mesa había sentados dos cineastas más: Ron Howard, antiguo actor infantil de Disney, artesano un tanto gris, manofacturador de éxitos producidos por las factorías de Spielberg y Lucas; y Robert Zemeckis, archiconocido por su trilogía de “Regreso al futuro”, (supuesto) discípulo de Spielberg y un más que estimulante cineasta con películas tan apreciables como Naufrago, Forrest Gump o El vuelo; un cineasta cuya estrella creativa brilla, para mí, por encima de su supuesto y adorado maestro, Steven Spielberg. Respecto a esta foto acataremos el principio que nos enseñó John Ford sobre “Print the legend” —aunque él nos desvelase la verdad de quien mató a Liberty Balance— y, por tanto, quedémonos con la versión más conocida, sin entrar en disquisiciones de por qué Howard y Zemeckis desaparecieron de la misma, gracias a algún anónimo discípulo estalinista que pareciese perseguir fantasmas de Trostki, para borrar su memoria, como si del Octubre eisensteniano se tratase.




Esa (“¿manipulada?”)1 foto a 5 nos sirve para hacer su contratipo, el negativo de esas sonrisas, con lo que yo llamo “La otra generación de los 70”. Y es que a cada uno de esos cineastas, creadores de genio indiscutible, hoy convertidos en satisfechos magnates de esa misma industria de la que renegaban, a cada uno de ellos les corresponde su reflejo especular, su propio “Doppelgänger”, casi una metafórica némesis de su éxito satisfecho, a través de otros 5 cineastas que completan esta generación, pero a los que su rebeldía, su incapacidad real de encajar con el sistema de Hollywood —correlato en definitiva del gran sistema capitalista en el que todos (sobre)vivimos—, su rabiosa independencia según los casos y su extraordinaria personalidad al margen de tantas convenciones, les pasó una factura de fracasos, olvidos y marginación; y esos otros, los “dobles fantasmagóricos” de los triunfadores de la generación cinematográfica de los 70, que resuenan en los paladares cinéfilos de cualquiera buen degustador cinematográfico son John Milius, Paul Schrader, Walter Hill, Peter Bogdanovich y Michael Cimino: sin ellos ese retrato incompleto que es la foto del inicio no podría entenderse; ni tampoco el cine norteamericano de las últimas 4 décadas. Veamos porqué.
Lo primero es señalar que el pelotón de cabeza, los 5 magníficos de la foto del 94, no lo son sólo en un estricto sentido creativo: son los triunfadores que han marcado la evolución (no siempre por buen camino) del cine norteamericano destinado al gran público. Y para ello, de forma inevitable, han tenido que renunciar a las aristas de su cine durante los años 70, e incluso durante buena parte de los ochenta: es el precio a pagar por pasar de ser los renovadores de un Hollywood en decadencia, al que asaltaron con una nueva mirada, pero también con la idea (legítima, por supuesto) de hacerse con el control de la industria, habiendo de pagar para ello el precio de la pleitesía.
¿O acaso se puede pensar que el Scorsese de Malas Calles iba a conquistar el Oscar, tan ansiado por él, si hubiera seguido fiel a esa forma de hacer cine?; por si acaso, la respuesta es no. Scorsese eligió retorcer su estilo, recargarlo de forma manierista hasta convertir su planificación y puesta en escena en una elaborada pirotecnia al servicio de sí misma, que no de la historia o el discurso, buscando la espectacularidad, el más difícil todavía del trabajo de cámara, y eligiendo temas “importantes” que le concedieran el respaldo institucional que ya tenía su amigo Spielberg desde hacía tiempo; ambos obsesionados con el Oscar, y con que la industria a la que habían rescatado les premiase con su reconocimiento: la historia de una obsesión que sacrificó por el camino la visión personal del cine en Scorsese.
Un problema que nunca tuvo Spielberg, identificado desde siempre con la filosofía de Cecil B. DeMille. Con una filmografía de indudable éxito, pero discutible calidad cinematográfica —excepción hecha del Diablo sobre ruedas, y del 90% de la Lista de Schindler y de Salvar al soldado Ryan—; y todo ello a pesar de sus entretenidas propuestas de tiburones voraces, extraterrestres dulces y comprensivos y su eterno Indiana Jones (un placer culpable de mi adolescencia que no puedo por menos que reconocer). Lucas, por su parte, es el menos personal y baste decir que su franquicia galáctica —otro placer culpable restringido, eso sí, a la trilogía original— le permitió crear su propio estudio —al igual que hizo Spielberg— con la intención de forrarse (también legítima) inventando nuevos sistemas de sonido e imagen, e imponiendo la tiranía del efecto digital; un estudio que vendió hace tan sólo 4 años a Disney, haciéndole multimillonario después de llevar siéndolo durante los últimos 40 años; a pesar de ello es un niño resentido que atesora dinero como el Tío Gilito y que está más preocupado por los muñecos que pueda vender, sacados de sus películas, que del contenido y la calidad de estas.
Como todo tiene sus matices, y antes de abordar esa zona oscura del Nuevo Hollywood, los dos cineastas restantes de esa foto, a pesar de poder ser considerados en el bando de los ganadores, lo cierto es que tienen también un pié en la orilla de la derrota. El obsesivo monomaniaco del cine de Hitchcok que fue De Palma empezó en el underground —con Robert de Niro de cómplice—, para pasar luego al asalto de la industria con una revisión manierista y sistemática de los motivos narrativos y obsesiones hitchcokianas, desde una perspectiva personal que nos donó algunos grandes guiñoles y un puñado de películas interesantes y de absoluta cinefilia, y hasta alguna obra maestra como El fantasma del Paraiso u Obsesión —con la complicidad del atormentado Schrader—. De Palma se integró, trabajó en y para la industria, realizó obras interesantes y otras deleznables, y chocó contra Tom Cruise, cienciólogo de profesión, del que aborreció, a la vez que de la industria, en una película premonitoria desde su título: Misión imposible. Así, la reconversión de De Palma al cine de espectáculo terminó en el abismo: harto de las intrusiones de Cruise, e incapaz de desplegar su mundo personal en este brillante, vacío y caro artefacto, fue despedido (o se fue; lo mismo da); incluso quiso que se quitará su nombre de la película, cosa que no consiguió, a pesar de que ningún rastro queda de su mundo personal a lo largo de las más de 2 horas de ruidoso metraje. De Palma acusó el golpe, a pesar de que la industria le confió varios proyectos más de relativa importancia —el último y ya lejano, la interesante adaptación de La Dalia Negra, de mi admirado y genial Ellroy—. Sin embargo, su cine no ha vuelto a recuperarse, perdido entre la producción un tanto marginal de serie B de sus últimas películas y la repetición obsesiva, y ya desgastada, de los motivos prestados por el universo del maestro inglés del suspense; una posición confortable quizá, pero poco satisfactoria para un creador que fue empujado por uno de los temibles (y mediocres) reyes de la industria, Cruise, hacia la línea de sombra.
He dejado para el final de esta primera parte, correspondiente a la foto del triunfo, al más complejo y mejor de todos los presentes en la misma: el gran Francis Ford Coppola. Si Cecil B. DeMille es el modelo de Spielberg, los geniales Orson Welles y Erich Von Stroheim lo son para Coppola; una inmensa diferencia a favor de Coppola, tal como yo lo veo.
Coppola irrumpió en el mundo del cine desde el guión —como la mayoría de los 5 “perdedores” del Nuevo Hollywood—, para encadenar luego, a lo largo de una década, una pléyade de 5 impresionantes películas, todas obras maestras indiscutibles: Llueve sobre mi corazón, El Padrino, La conversación, El Padrino II y Apocalipsis Now. Nadie en el cine de los últimos 40 años ha conseguido volver a encadenar, en un período menor a 10 años, semejante obra magna; sólo por ello, Coppola pasará al panteón de los grandes genios del celuloide. Además del éxito creativo, este repóquer de ases le proporcionó todos los parabienes posibles de la industria y de la intelligentsia: la Concha de oro en San Sebastián por Llueve sobre mi corazón —algo que estableció para Coppola, al ser su primera película, una especial relación con nuestro país; dos Palmas de Oro en Cannes, con apenas 4 años de diferencia, para La conversación y Apocalipsis, y una catarata de Oscar para ese binomio genial que son Los Padrinos—. Sin duda, Coppola apuntaba como el gran triunfador de esa generación, pero algo le traicionó: su olfato creativo era, sin duda, mucho mayor que su intuición para el negocio del cine —justo al contrario que sus amigos Lucas y Spielberg—.
Y llegó Corazonada. De una forma similar a lo que veremos con Cimino —el doble perfecto de Coppola—, el cineasta de San Francisco, henchido de confianza y gloria abordó un proyecto que supuso, muchos años antes de nuestros tiempos, la irrupción del cine digital como soporte de una carcasa alegórica del cine más naif de los años 40; eso sí, pasado por la mirada de la modernidad de Coppola. Un guiso con excesivos ingredientes, y demasiado adelantado a su tiempo como para que el público lo entendiese, y un Hollywood, resentido con sus conquistadores/ salvadores, le permitiese pasar por alto el enorme fracaso que supuso. De esta forma, si Coppola no quedó estigmatizado como Cimino, sí quedó marcado: quizá porque no sea lo mismo arruinar una compañía histórica como United Artist, que arruinar la propia, como hizo Coppola con America Zoetrope —por cierto metafórica heredera, según pretendía Coppola, de aquel “estudio de los creadores” fundado por Chaplin, Griffith, Fairbanks y Pickford; sin duda, un sarcasmo cruel del destino—. Desde entonces Coppola ha manufacturado unas cuantas películas dignas, algunas de ellas con notable interés, pero muy lejanas de su mejor época —incluida la tercera parte del Padrino, digno cierre de la saga, pero muy alejado de los logros de sus predecesoras: algo que acentúa el melancólico destino final de ese redimido hijo de puta que es el shakesperiano Michael Corleone—.
Sin embargo, Coppola no es un perdedor: ha seguido haciendo cine, el que le ha dado la gana en los últimos años (véase Tetro), y si se arruinó con las películas volvió a ser millonario con sus viñedos que alfombran el Valle de Napa. Un triunfo certificado, además, de manera simbólica, para toda esta generación del Nuevo Hollywood, por la concesión del Princesa de Asturias en 2015 y ratificado por la concesión del mismo premio en la edición de 2018 a Martin Scorsese. Y es que resulta curioso que la coda final a la trayectoria de los triunfadores de aquella foto, la ponga nuestro país con esto premios; ironías del destino.
¿Pero qué fue de los “Otros”? ¿De esos perdedores que no salen en la foto? ¿Acaso su aportación es menor a la de sus coetáneos y por ello merecen ser expulsados del paraíso? La respuesta, de nuevo, es no.
Antes se ha planteado que cada uno de los triunfadores de esta generación tendría su doble: no es así en sentido estricto. Deben disculparme la licencia poética, pero no hay una correspondencia exacta entre cada uno de ellos: nada es unívoco y menos en los mundos creativos, pero si hay evidentes correspondencias; aunque quizá lo más llamativo sean las diferencias.
Y si de correspondencias y diferencias hablamos hay algo que no se puede obviar en estos 5 “perdedores”, frente a sus homólogos, y es una auténtica fascinación por la violencia y la masculinidad más exacerbada, que les lleva a itinerarios físicos y morales, terminando de forma habitual en abismos existenciales que conllevan dolor, muerte y fracaso: unos ingredientes irrenunciables para ellos, que a la larga no aseguran el éxito, ni la simpatía del público (familiar, sobre todo, aquel que determina el triunfo de lo mediano y equilibrado), ni del capital —que no duda en utilizar la violencia, pero que no quiere verse reflejado en ella—.
De esta forma, todos ellos darán rienda suelta a sus fantasmas, que son los de la sociedad industrializada norteamericana, es decir, los de las sociedades occidentales desarrolladas y, a diferencia de Scorsese, no sabrán cuando dejarlo para apostar por la traición: ellos son kamikazes morales que se inmolarán en sus propias obsesiones, mientras nos fascinan con sus retratos de marginados y marginales, siempre en la frontera física y moral de sus convicciones. Si en los últimos tiempos, cada vez que Scorsese nos alecciona con las películas y autores que debemos ver, se olvida de manera sorprendente de Peckinpah —pues algunos aún recordamos su admiración por él—, Milius, Hill, Schrader, Bogdanovich y Cimino son hijos de su espíritu y garantes de la moral del Wild Bunch: cuestión de gustos y de afinidades electivas.
Quizá el que menos encaja en el anterior retrato de nuestro 5 “perdedores” sea Peter Bogdanovich. Y no lo hace porque es el más nostálgico y sentimental de todos, algo que atenúa la violencia, implícita sin embargo en bastantes de sus películas. El sentimentalismo de Bogdanovich lastra algunas de sus películas, anclándolas en un vuelo reconstructivo del cine que le hubiera gustado hacer: el de los pioneros, el de los clásicos, el de John Ford, en definitiva. Así Luna de Papel, Nickelodeon —divertida y muy simpática semblanza de los primeros pasos de Allan Dawn y Raoul Walsh— o la discutible Que me pasa doctor, a medio camino entre el cartoon y el slapstick, se benefician por una parte de esa nostalgia, pero traicionan su alcance con el sentimentalismo del pastiche. Sin embargo, cuando Bogdanovich logra contener los efectos externos de esa nostalgia e infecta de subterránea melancolía la dureza de contornos del fracaso, reflejado en sus personajes, logra auténticas obras maestras como La última película, Máscara o su definitivo gran logro Esa cosa llamada amor. Películas sobre hombres y mujeres situados en la frontera de la sociedad, con difíciles presentes e inciertos futuros que afrontan con convicción y tristeza: la cara B del sueño americano, unos retratos veraces y melancólicos que la industria no le perdonó —ni el público que no quiere mirar hacia los márgenes, por hermosos que estos sean—, por mucho que en ellos Bogdanovich declarará su amor por lo mejor y más clásico del cine de su país.
Si de violencia masculina y de su vivencia se trata, Walter Hill es nuestro hombre. El discurso de su cine parece residir en esos territorios físicos y morales en donde la civilización no ha llegado, en los cuales aquel que sobrevive es el que sabe abrirse paso entre la violencia de los demás, pero siempre con una mirada personal, en donde el código de honor propio, la justicia personalista y la creencia rocosa en una moral sin fisuras son principios inalienables para Hill; sí, una moral o ética que podría estar a un paso del fascismo, pero nunca en su territorio porque su cine carece de discurso político: sólo es la moral de un individualista que se siente incómodo en sociedad.
No es extraño encontrar este discurso en un hombre que ha aprendido de la mano de John Huston y de Peckinpah, con los que trabajó y se entendió, a pesar de las antípodas ideológicas que los separaban —Hill es, sin duda, un derechista con tendencias anarquistas, como nuestro admirado Milius—. Decía el propio Hill en una entrevista a Pat McGuilligan (otro admirador de un cineasta opuesto a su ideología) que había aprendido a escribir “con una voz (a la manera de Peckinpah), o con varias voces (al estilo de Huston)”2. Y es que en el cine de Hill se abrazan la tradición y la modernidad, el manierismo y la estilización, la narración y la balada. Pero sobre todo, ante todas las cosas, el paisaje físico y moral del Western.
La forma de pensar de Hill sintoniza con la frontera, con los territorios por explorar, con la civilización incipiente ahogando los últimos gritos de libertad primitiva. Hill tampoco encaja en la sociedad; y, por supuesto, no encaja en la industria: es un individualista feroz, a mitad de camino entre Ford y Peckinpah3, cuya única solución al conflicto es la violencia. Hill ha triunfado como productor con la saga de los Alien4, que le han dado una solvencia económica que le permitió, a su vez, hacer lo que daba la gana como director; pero la industria no se lo ha perdonado y apenas ha dirigido en los últimos 20 años. Cuando lo ha podido hacer ha vuelto al paisaje de las praderas norteamericanas, aún vírgenes en su imaginario, ofreciéndonos su última obra maestra en la mini serie Broken Trail —estrenada en España en televisión como película—, un retrato personal y antropológico de la historia de su país, situada al oeste de toda civilización. Antes de eso no podemos olvidar a los hermanos Miller, Younger y James, caballistas de leyenda que cabalgan a lomos de una narración que es en realidad una balada; a los colegas, policía y ladrón, de la “Buddy Movie” 48 Horas, estilizado western urbano, cuyo pecado fue engendrar un género que no podía estar a la altura de la estilización de teleobjetivo de Hill; a los homéricos pandilleros de la espectral y hermosa Los amos de la noche/ Warriors. O, su obra maestra, Calles de fuego: western, musical, Gangster Movie y una de las obras más emocionantes, abstractas y metafóricas de los 80. Walter Hill: independencia y orgullo que pagan el precio sin quejas ni reclamaciones.
Y si alguien completa el perfil de Walter Hill, dentro de estos 5 “malditos”, es, sin duda, el dionisíaco e inconformista John Milius. Si la sombra de la sospecha del fascismo se ha cernido en muchas ocasiones sobre el cine de Hill —no para mí, aunque aquí hablamos de talento, no de política—, en Milius se convirtió en un estigma tras realizar la que es su peor película, aunque no exenta de interés, como todas. Así, la realización de la más inocentona que fascista Amanecer rojo —fabula en donde la entonces Unión Soviética y Cuba invadían USA, defendida sólo por un grupo de adolescentes, tras la inexplicable derrota de su poderoso ejército—, supuso casi el fin de su carrera y, desde luego, su repudio por cualquier bienpensante y, por ende, de la industria. Milius se convirtió en un apestado, pero, aun así, con suma dificultad y con pocas oportunidades ha podido seguir demostrando su talento de forma esporádica, así como su personalidad y feroz individualismo; sólo así se explica que tras el varapalo, Milius afrontara dos películas tan polémicas como Adiós al Rey, obra con ecos de la salvaje Infierno en el Pacífico de John Boorman y, sobre todo, El vuelo del Intruder su última película destinada a salas comerciales, hace ya casi 30 años. En esta última, pasto de la polémica una vez más, Milus presentaba, de nuevo, una cuestión de honor, unida al individualismo y al código ético personalista de todos sus héroes; una actitud y un código, que llevan a sus personajes, como al propio Milius, a chocar contra la sociedad y a afrontar la derrota en nombre de unos innegociables ideales, luchando por ellos hasta el final; una perspectiva adolescente de heroísmo y lealtad, vinculada a sentimientos básicos (la amistad viril, los grandes ideales) que son parte del ideario de este sensible cavernícola que es Milius; anarquista y ultraderechista al mismo tiempo, contradictorio y proteico, pero con un talento narrativo y una capacidad visual envidiables.
Del cine de Milius retenemos imágenes, sólidas, emotivas y hermosas, y momentos. Así, en El vuelo del Intruder, independiente de nuestra forma de pensar, nos fascinan esos dos pilotos que se enfrentan a su ejército y a sus superiores, y a toda la artillería vietnamita, para realizar un bombardeo suicida sobre Saigón, desafiando las ordenes contrarias, mientras uno de ellos —el genial Willem Dafoe— recita, al acercarse al objetivo, el salmo bíblico que nos lleva “por el valle de las sombras de la muerte”, en un logro poético de una extrañeza absoluta, sólo propia de alguien que lleva el cine en sus venas.
Pero Milius es mucho más que eso: es la hermosísima fábula de El viento y el león, un relato mitológico —como lo será el de la magnífica Conan, el bárbaro— que vemos a través de la mirada del niño secuestrado, junto a su madre y a su hermana, por el Caudillo Rifeño Al-Raisuli, interpretado de forma sublime por Sean Connery, en el que es uno de sus mejores papeles. Una película que recuerda en su tono y sus formas a una de las grandes obras maestras del cine, Viento en las velas del maestro Mackendrick, certera al desentrañar el alma nada inocente de la niñez; al contrario de esto, Milius apuesta por la mirada fascinada de un niño hacia la aventura, el peligro y lo heroico que representa Al-Raisuli, frente a las alternativas, nada apetecibles, que propone la mediocridad de la vida social; un personaje, como todos los de Milius, reflejo del propio director, fuera de su tiempo, perdedor desde el inicio, pero que no negociará para adaptarse al reloj histórico, aunque ello suponga su destrucción o su marginación social o histórica. Esa misma idea se encarnará en Dillinger, western rural y contemporáneo que nos muestra a otro personaje fuera de época, dispuesto al sacrifico antes que a la claudicación: una sensación que encarna la mirada acuosa, irónica y melancólica del gran Warren Oates, que trae hasta la película los ecos de la moral de Peckinpah —junto a Ben Johnson, alias Melvin Purvis, perseguidor de Dillinger—.
Pero por encima de todo, destaca en la obra de Milius el retrato de ese hermoso individualismo, de la voluntad de perder antes que de renunciar escrita en la piel, de las gloriosas posibilidades de la adolescencia y la juventud convertidas en las amargas cenizas de la edad madura; todo eso y más, incluido el retrato de la perdida de inocencia de la sociedad norteamericana, con la llegada de la década de los 70; eso es lo que está escrito en una de las grandes obras maestras de esta generación: El gran miércoles. Se oye y se lee con frecuencia que esta es la mejor película de surf de la historia: una estupidez digna de quien la profiere; igual que El buscavidas no es una película sobre el billar, si no el más lúcido análisis del alma humana moderna (a la altura, en el terreno de la novelística, del El hombre sin atributos, La montaña mágica o Suave es la noche), El gran miércoles es una inesperada, melancólica, triste y dolorosa crónica sobre los sueños rotos de la juventud y sobre la dificultad de crecer en esta sociedad mentirosa e inclemente; el surf sólo es la metáfora de esa inocencia e ilusión perdidas, en una preciosa imagen que Milus construye, como diría Rossen, desde la individualidad para llegar a lo universal. Sólo por ella, Milius merece entrar en el panteón de los ilustres.
Y es que, en definitiva, los personajes de Milius como los de Hill, Bogdanovich, Schrader y Cimino son auténticos “Fronteras”, en feliz expresión de Manolo Marinero, que los define con estas precisas palabras:

Ser un frontera significa ser de un modo que le hace a uno asumir el vivir en el límite. Generalmente, los fronteras son considerados personas que van al ataque, cuando en realidad lo que hacen es una defensa a ultranza de derechos, principios personales, de su vida tal como la han encontrado por desdicha o tal como la han construido con esfuerzo o de sus ilusiones. Los fronterizos van hasta el final de sus posibilidades5

Una definición que cuadra con el retrato de esta otra generación de los 70, de los “perdedores”, de los derrotados. Pero no hemos terminado aún, así que retomemos el hilo de nuestro discurso.
Si antes hemos planteado el binomio Hill-Milius, volvamos a nuestra idea inicial del “otro”, de la Némesis que nos completa. Y ahí es donde encontraremos una perfecta pareja para nuestro planteamiento ganador/ perdedor, en los antiguos socios Martin Scorsese y Paul Schrader.
Schrader, como sus compañeros en la derrota, comenzará en el guión6, en el cual establecerá durante años una alianza estratégica con el director italoamericano; alianza que, no por casualidad, nos ha legado las mejores películas de aquel. También escribirá guiones junto a su hermano Leonard, como el de la magnífica Yakuza, obra maestra a contracorriente que, de manera sorprendente, armoniza personalidades y sensibilidades tan distantes como la de los hermanos Schrader con la del director —también guionista— Sidney Pollack; algo que Pollack volverá a repetir en la maravillosa Jeremiah Johnson, en este caso con Milius en el guión.
Volviendo a Scorsese y Schrader, su encuentro se producirá, de manera afortunada, cuando el primero aún no haya aprendido a maquillar su católica alma torturada que implosionará en genio, violencia, exceso y desafuero junto a la protestante alma torturada de Schrader. Y es que el cine y la personalidad de Schrader no pueden entenderse sin conocer sus raíces calvinistas. Por si sólo resulta ya bastante curioso el hecho de que, dada la característica iconoclasta de la religión calvinista (que prohíbe la imagen y el culto a la misma), Schrader no viera ninguna película hasta los 18 años, y que, a pesar de ello, eligiera estudiar cine y visionase la práctica totalidad de la historia del mismo en esos años de formación; con estos mimbres era difícil pensar que la personalidad fílmica de Schrader fuese a encajar con facilidad en la industria.
Las constantes del cine de Schrader viene marcadas por su absoluta obsesión con dos elementos contrapuestos: la sexualidad, y el sexo como pulsión y represión a un tiempo —algo heredado de su estricta educación religiosa—, y su fijación con la espiritualidad reflejada en el cine, que le llevo a redactar una tesina de Master, publicada luego bajo el formato libro, y dedicada a sus tres autores de referencia: Ozu, Bresson y Dreyer7. Sin embargo, cualquiera que haya visionado el volcánico cine de Schrader encontrará de forma muy dificultosa rastro alguno de los estilos ascéticos, cada uno según su talento y personalidad, de estos tres autores.
Una anécdota define bien la personalidad de Schrader y la de sus personajes, tan torturados como él, por la aterradora idea de Dios —y de su silencio, como diría Bergman—, al mismo tiempo que impulsados a todo tipo de excesos y placeres sexuales que les destruyen al tiempo que les complacen. Así, Scharder le confesaba a su antiguo camarada Scorsese, en una conversación ya lejana en el tiempo, que “estando en Montreux compré tres estaciones del vía crucis que colgué en mi casa. Cada vez que subo penosamente la escalera después de haber bebido, tengo que pasar a su lado”8. Esta anécdota define el cine y los personajes de Schrader: individuos conflictivos, incapaces de integrarse que necesitan de los excesos para luego poder caer en la culpa que los devora. Como decía, un panorama poco apreciable para las grandes audiencias y, por supuesto, poco apetecible para las Majors.
Schrader, una vez más, con sus características personales frente a sus compañeros de generación, ha sido radical en el compromiso con su mundo creativo, negándose a adaptarse y pagando el precio de la marginalidad por ello; como todos vive y sobrevive bien, haciendo películas cada vez más espaciadas y minoritarias, y ganándose la vida con guiones, una veces acreditados y otras no. Schrader mostrará siempre una variación sobre el mismo tema: el camino por el exceso y el “pecado”, sólo como fórmula para obtener una redención. Redención que se obtiene siempre mediante el castigo ya sea en forma de fracaso, perdida o inclusive la muerte. Su obsesión por Bresson ha dejado una huella evidente en su cine con la repetición sistemática del final del Pickpocket Bressoniano en, al menos, dos de sus películas. La primera vez será en American Gigolo, interesante, pero fallido relato empalagado de la chulería blanda del peor Richard Gere, que interpreta al chapero protagonista. Este terminará en la cárcel tras la muerte accidental de un chulo —de la cual no es culpable, pero que se convertirá en el vehículo con el que pagar por sus “pecados”—. En este acto encontrará el amor definitivo con una de sus antiguas clientes y el camino para la redención después de purgar su culpa; un final que ratificará con un encuadre prácticamente idéntico al último plano de Pickpocket y en el que se repetirán sus palabras finales como un mantra: “que largo camino hasta llegar a ti”. De la misma forma terminará una de sus obras maestras, Sin posibilidad de escape (Light Sleepers) en donde el traficante de drogas, interpretado por ese excelso ángel caído que es Willem Dafoe —una vez más—, le dirá a su amada, la no menos excelsa y turbia Susan Sarandon, las mismas palabras que el Gigolo le decía a su salvadora: unas palabras en las que Schrader ha estado buscando su salvación, de forma obsesiva, durante todo su ciclo vital y cinematográfico.
Y es que la obsesión por el sexo como placer y culpa indisolubles, está en toda la filmografía de Schrader, como lo estará en otras dos de sus obras maestras: El placer de los extraños, quizá el culmen de su filmografía, protagonizada por otro de mis ángeles caídos favoritos, Christopher Walken, interprete destacado también de El Cazador y La puerta del cielo —y es que esta generación y su derrota también tiene sus rostros iconográficos—. Y la segunda, en una de las más extravagantes y curiosas versiones (o revisiones) de la historia del cine: Hardcore, un mundo oculto. ¿Y por qué la califico así?, pues porque la película no es más que una versión retorcida de Centauros de desierto, en una muestra de cinefilia y personalidad inquietante y, a la vez, distópica. El retrato de ese padre calvinista, de un extremo rigor religioso, cuya contrafigura real es el padre del propio Schrader, que ha de buscar a su hija desaparecida en los oscuros mundos del porno más salvaje y underground, no es más que el correlato de la historia de Ethan Edwards en busca de su sobrina, en manos de los indios. La obsesión sexual de Ethan, incapaz de aceptar que su sobrina haya tenido relaciones sexuales con los indios —algo que está en la novela de forma explícita y de forma implícita en la película—, es trasladada aquí al padre de la muchacha, que no sólo ha de aceptar que su hija ya no sea virgen, sino que haya participado en todo tipo de parafilias sexuales —de las cuales es testigo en una secuencia sobrecogedora por la interpretación de George C. Scott—. El camino de ese padre hasta encontrarla y su aceptación de ella “mancillada” será su castigo y redención. Pero, en definitiva, es la historia del propio Schrader, que peca bebiendo, follando y apartándose de todo aquello que aprendió en su infancia y juventud, por lo que siente una culpa inabordable que le provoca, a su vez, un furia imposible de controlar, y que busca, de forma metafórica, la comprensión de un padre ausente y silencioso; una obsesión que tendrá su culminación en Aflicción (Affliction) en donde ajustará cuentas de forma definitiva con esa terrorífica figura paterna, en una película casi de terror en algunos pasajes —que parece infectada por el espíritu del mejor Stephen King—, de una crueldad triste y dolorosa que culmina el discurso de su obra; un discurso, una vez más a contracorriente, abocado al rechazo institucional.
Ha dejado para el final a aquel cuyo talento me parece mayor: Michael Cimino. Si hiciésemos un listado de estos cineastas, del mejor al peor, tengo que claro que para mí dos ocuparían la posición de cabeza: Coppola y el propio Cimino. Y es curioso que siendo así, el que mayor derrota haya sufrido de todos ellos haya sido Cimino; o quizá no: es coherente con el mundo en el que vivimos.
Cimino estuvo los últimos 20 años de su vida sin hacer cine, a excepción de un breve episodio en 2007, dentro de un film colectivo, que se interrogaba sobre cuál era el sentimiento que experimentaban al hacer cine una serie de ilustres cineastas; en este filme de episodios comparecían desde Yimou a Kiarostami pasando por Loach, Angelopoulos, los Coen, Cronenberg, los hermanos Dardenne, Moretti, Polanski y largo etcetera, del cual Cimino formaba parte como único representante de esa generación del Nuevo Hollywood. Después de eso un nuevo silencio de casi 10 años, hasta su desafortunada desaparición en 2016, que cerraba de forma definitiva la posibilidad de disfrutar de una nueva obra del director. El infortunio se cebaba con aquel hombre de talento, hasta ser el primero de toda una generación en desaparecer —era el mayor también junto a Coppola, ambos nacidos en el 39—.
La corta carrera de Cimino, tan sólo 7 películas en 20 años, seguidos de otros 20 de silencio —dedicado a la literatura para niños en París, viviendo como un exiliado—, contempla, al menos, 3 obras maestras y otras 2 magnificas películas, desentonando sólo una de ellas, su penúltima película, la irregular 37 horas desesperadas9 interpretada por uno de sus actores fetiches, Micke Rourke, que vivió su propio infierno del cual ha salido renacido, en esas reapariciones que tanto gustan, de vez en cuando, al “magnánimo” Hollywood. Su canto del cisne cinematográfico, la muy interesante The Sunchaser hacia concebir la esperanza de volver a recuperar al mejor Cimino, pero por desgracia sólo fue un sueño.
En cierto sentido la carrera y la vida de Cimino sigue ciertos paralelismos con las de su amigo Coppola, aunque en su caso todo sucederá de una manera más condensada. Así, Cimino se convertirá con su segunda película en el niño mimado de la industria y en el buque insignia del Nuevo Hollywood: una posición que pagará muy cara, porque siempre se cumple el axioma de que más dura será la caída; y para Cimino lo fue.
Como sus compañeros en el lado oscuro de la derrota, Cimino trabajará primero como guionista antes de pasar a la dirección. Y será su guión para Magnum Force (Harry el fuerte) —en colaboración con Milius—, el que le abra paso a la dirección. Así, el protagonista y productor de dicho guión, Clint Eastwood, se convertirá en uno de los mejores amigos de Cimino en la industria y le producirá y permitirá dirigir su primera película: Un botín de 500.000 dólares —mucho más hermoso en su título original, Thunderbolt & Lightfoot—. El guión, de una arquitectura narrativa esplendida, es el medio perfecto para demostrar la fuerza y la poética de la puesta en escena y la planificación de Cimino, ya desde su debut: una película con una fuerza narrativa brutal cuyo eje es la esencia de todas las películas de Cimino: la amistad masculina y viril como base del comportamiento de sus personajes, que ponen este sentimiento —casi una religión laica— por encima de las reglas sociales, religiosas o legales. Pero será con su segunda película con la que Cimino alcance el cielo, que tan poco tiempo podrá habitar.
El cazador (The Deer Hunter) será una obra excelsa en duración, poética, lirismo, exceso y sentimiento. Es una película deslumbrante, difícil de analizar por qué la fuerza poética de sus imágenes se reduce con la simple descripción de las mismas. Resulta casi imposible alcanzar la vibración del sentimiento que la película nos muestra en las relaciones y en el mundo interior de sus personajes: como describir el sentimiento de Michael (un inmenso Robert de Niro) incapaz de volver a cazar un ciervo después de regresar de Vietnam con una herida profunda, que le hará ser incapaz de volver a encontrar su lugar en el mundo; como relatar las miradas infinitas de tristeza y melancolía de la maravillosa Linda/ Meryl Streep (ambas confundidas en una sola, por una actriz en permanente epifanía interpretativa), ante la pérdida del amor de su vida Nick —el mejor Christopher Walken de toda su carrera—, consolándose en los brazos de Michael, en la reunión de los restos de una batalla que a ambos dejará vacíos para siempre. Y como describir la profundidad de la mirada herida de Walken, destrozado también su mundo vital y personal, borrada su propia identidad y, desde ese momento, en permanente carrera hacia su fin, en un destino cruel que sólo culmina con la muerte. Eso y mucho más es la inmensa e inabarcable The Deer Hunter, ya precisa en su hermosísimo y poético título.
Las estúpidas polémicas que aún arrastra el film —¿qué importa que nunca se jugase con los prisioneros de guerra a la ruleta rusa?¿Acaso el imbécil que se plantea esto es incapaz de entender la poética metáfora que contiene? —, alcanzaron a su hermoso final, uno de los mejores de la historia del cine. El hecho de que los amigos, reunidos en el bar al que iban de forma habitual en su rutina anterior a la guerra, canten el himno de los Estados Unidos no tiene nada de fascista, ni de reivindicación para los que, con permanentes orejeras ideológicas, sólo son capaces de estar a gusto si consiguen hacer encajar lo imposible a la medida de su alicorta visión. Lo único que tiene ese precioso final es la expresión de un sentimiento, el de la pérdida del amigo y el de la perdida de la inocencia; lo único que les queda en común a ese grupo son los recuerdos, e incapaces como son de verbalizarlos de forma compleja —son un grupo proletario sin formación intelectual—, lo hacen con una canción que les permite expresar lo inexpresable, y, aunque sea por un solo momento, volver a tener la sensación de pertenencia a un grupo, en el cual sentirse seguros sabiendo quienes son. Lo terrible será que a partir de ese momento, como si de una novela de Scott Fitgerald se tratase, sólo les quedará el anticlimax: la pérdida, el fracaso, la tristeza, la soledad y la conciencia de no volver a encajar nunca más en el mundo. Si Hollywood se hubiese enterado de todo ello, nunca jamás la hubiera premiado como lo hizo: la “magia” del cine10.
De forma paradójica, Cimino, tras el éxito de The Deer Hunter, empezará a vivir su propio anticlimax con su siguiente película: Heaven’s Gate o La puerta del cielo. Y así una nueva paradoja de esta generación, tan repleta de ellas, se presenta ante nosotros: la que va a ser gran obra maestra del cine norteamericano de los últimos 40 años, junto al Padrino II y Apocalipsis Now, será repudiada y el desprecio por ella llegará casi hasta nuestro días, donde los popes de la estupidez absoluta, ciegos de soberbia intelectual injustificada, siguen sin ver la obra magna ante la que están.
Y es que todo lo dicho sobre The Deer Hunter está presente en esta obra poética hasta la extenuación, de una complejidad inabarcable, épica e íntima al mismo tiempo, espectacular y reflexiva, brillante y melancólica. Sí, es cierto: Cimino con un poder absoluto en sus manos tras el éxito sin paliativos de su anterior película, se entregó a una orgía creativa que olvido los aspectos económicos de la producción hasta llevarla a unas cifras inasumibles; pero lo mismo hubiera pasado con cientos de películas mediocres, como la insufrible Titanic, si no hubieran contado con la complicidad masiva de un público mediocre y adocenado. Sin embargo, no existía, ni existe un público mayoritario que sea capaz de apreciar y convertir en un éxito esta maravillosa película de 4 horas y media, tan excesiva como excelente. Lo confieso ya: me importa un rábano que la producción de La puerta del cielo se llevase por delante a la United Artist; esto queda para los estudiosos de la producción. Lo que me importa es el resultado de esa inmensa joya cinematográfica que Cimino construyó. Un diamante fílmico que tiene su correlato 70 años antes, con la tragedia cinematográfica más terrible de la historia de este arte: la mutilación y perdida del metraje original de Greed/ Avaricia por razones muy similares a las que se utilizaron para justificar la carnicería que se cometió con la versión final de Heaven’s Gate. Y es que el espíritu de Von Stroheim habita también en Cimino.
Heaven’s Gate es un poema cinematográfico de estructura impecable en su metraje original. La fuerza de sus imágenes es sólo comparable a la precisa y compleja arquitectura de su narrativa. La fotografía de Vilmos Zsigmond es una de las más hermosas obras de orfebrería cinematográfica que se hayan podido ver en una pantalla; y la música de David Mansfield nos arropa con todo el sentimiento de melancólica pérdida que tiende su manto sobre el metraje. La estructura de digresiones que Cimino introduce, sin perder nunca la coherencia del conjunto, es maravillosa. Y así, como sólo un genio de la puesta en escena puede hacer, la circularidad argumental toma forma en esos inmenso círculos que puntean la estructura del relato en tres ocasiones: la primera en la graduación universitaria, al inicio del relato, donde los círculos de los bailarines que danzan al son del vals, generan una armonía visual que parece prefigurar un futuro muy distinto del que luego tendrán sus protagonistas. Este círculo enlazará de forma directa con el del baile en el granero, con unos protagonistas muy diferentes: los granjeros rusos a los que los grandes ganaderos querrán echar de sus tierras. Pero un personaje conecta ambos círculos: el desclasado James Averill —inmenso también Kris Kristofersson, en su mejor papel— que pasará de la alta burguesía a, por propia elección, convertirse en defensor de estos proletarios a los que los poderosos quieren masacrar —de nuevo una clara perspectiva izquierdista en este western sobre la lucha de clases—. Y el último circulo, surgido del infierno de Dante, será la síntesis de los dos anteriores —en un complejo planteamiento visual/ narrativo hegeliano—. Un circulo en donde las dos clases sociales anteriores —la alta burguesía y el proletariado— establecerán una danza macabra de muerte y destrucción en la que se invertirán los papeles: lo grandes ganaderos y sus matones permanecerán inmóviles dentro del perímetro de muerte que crearan los campesinos, en la defensa no sólo de sus tierras sino de su propia existencia: una lucha desigual en donde unos se juegan la ganancia y otros el propio derecho a existir.
Como no podía ser menos en un correlato poético de la propia existencia como es esta película, el final será de una amargura absoluta: la victoria de los campesinos se convertirá en derrota cuando el ejército estadounidense venga a salvar a los ricos propietarios, en la certificación, por parte de Cimino, de que los mecanismos del estado siempre favorecen a los poderosos –en un nuevo apunte marxista por parte de su autor. De igual forma, la tragedia colectiva tendrá su correspondencia en las tragedias individuales de cada uno de los protagonistas. Nathan (de nuevo un Christopher Walken en estado de gracia), matón a sueldo de los ganaderos, se revolverá contra ellos a causa del amor que siente por la dueña del burdel de la localidad, Elia Watson (una maravillosa Isabel Huppert). El precio que pagará por ello será el de la muerte a manos de sus propios amos, que no pueden tolerar semejante rebelión.
Elia supone uno de los más maravillosos retratos femeninos de esta generación, demostrando Cimino que su sensibilidad va más allá de los retratos viriles y las amistades masculinas. Elia compartirá su amor entre Nathan y James, y tendrá una muerte trágica, igual a la de Nathan, acribillada en presencia de James, cuando ambos iban a huir juntos, y en la que este nada podrá hacer para salvarla: una venganza más de los ganaderos que no tiene suficiente con ganar, sino que han de acabar con todos aquellos que se rebelan contra ellos.
De forma muy significativa, el único que quedará vivo será James que, a pesar de su desclasamiento voluntario, sigue perteneciendo al mundo de la alta burguesía. Y así, en un final circular que completa la estructura narrativa de la película, James volverá, en una imagen de ensoñación, a su clase social, navegando, ya anciano, en un velero con la muchacha de la que estaba enamorado al inicio de la película y que se conserva igual que en aquel momento. Un final alegórico que ni la crítica, ni el público norteamericano comprendieron y que remite, sin duda, al final de una de las grandes novelas norteamericanas del siglo XX: All the King’s Men. Una obra que, a buen seguro, Cimino conocía bien.
Mucho más se podría decir, pero lo dicho basta. Permítame el lector que haya llegado al final de esta lectura, cosa que le agradezco, una última reflexión a modo de cierre. Y es que he de confesar que yo también he manipulado mi foto de la otra generación de los 70, puesto que de ella he sacado a otros 3 ilustres “derrotados”, tan potentes, personales e interesantes como a los que he pretendido rendir homenaje con este texto; y esos tres cineastas son Lawrence Kasdan, John Carpenter y John Landis. Desde aquí les pido disculpas y les hago llegar mi admiración por buena parte de su cine (con sus irregularidades y pequeños espantos), pero no me cabían en el encuadre y estropeaban la simetría de los 5 triunfadores contra los 5 perdedores. Mis disculpas por ello. Si tengo oportunidad volveré en estas páginas sobre su cine. Queda registrado en mi libro de promesas por cumplir.


NOTAS

1 La segunda foto que nos ha servido para la reflexión anterior, también nos lleva a preguntarnos por su ontología. ¿Desaparecieron de ella Zemekis y Howard o, quizá, han aparecido por obra y gracia del Photoshop? ¿Cuál de las dos es la original? Nuestra respuesta es que no nos preocupa pues seguimos la idea de “imprimir la leyenda” y si un medio serio como Hollywood Reporter nos propone este juego de espejos (o de máscaras) ¿por qué no seguirlo? —la segunda foto aparece en la portada del artículo “George Lucas’ Legendary 50th Birthaday Party” en su número del 16/ 12/ 2010, escrito por Gregg Kilday (https://www.hollywoodreporter.com/news/photo-george-lucas-legendary-50th-60911)—. Además, ese juego, nos permite traer al frente a otros cineastas —como Zemekis y Howard— que completan nuestro retrato generacional. ¿Qué más pedir entonces?
2 McGUILLIGAN, Pat. Backstory 4. Plot, Ediciones. Madrid, 2007, pág. 105.
3 Una admiración que se torna explicita en Traición sin límites, en la que Hill hace con Grupo salvaje lo mismo que De Palma con Vértigo en Obsesión; en este caso con notables mejores resultados por parte de De Palma.
4 La formación clásica y educación universitaria de esta generación se nota en sus referencias escolásticas. Así, la nave Nostromo de Alien homenajea el título de una obra maestra de la literatura, escrita por uno de los más grandes novelistas de la historia, uno de mis favoritos, y cuya moral es correlato de la moral de esta generación: Joseph Conrad. No olvidemos tampoco que Apocalipsis Now es una adaptación libre del Corazón de las tinieblas, la mejor posible de las novelas cortas junto con Jeckyll y Hyde y San Manuel bueno y mártir. En los detalles se narra la historia.
5 MARINERO, Manolo. Humphrey Bogart. Ediciones JC. Madrid, 1980.
6 Permítaseme un inciso a pié de página para intentar no interrumpir en el texto el hilo del discurso. Si atendemos al volumen de producción, Milius es más guionista que director, pues mientras apenas tiene una docena de películas (incluidas series de televisión y TV Movies), cuenta con casi una treintena de guiones escritos, entre los que se cuentan, recordemos, Apocalipsis Now, en colaboración con Coppola. Millius es también el guionista de Harry, el sucio (no acreditado) y Harry, el fuerte (este en colaboración con Cimino, con el que comparte más de una característica),. Autor también de Jeremiah Johnson, y de numerosas colaboraciones sin acreditar, como la de Tiburón —en el famoso monólogo sobre el Indianapolis, la mejor secuencia de la película—. Además de ello, en los últimos años ha sido el autor del mejor guión de la saga dedicada al agente de la CIA Jack Ryan (Peligro Inminente) y el Alma Mater de la magnífica serie Roma, en donde vuelca su pasión por la historia; todo ello, aparte de escribir los guiones de la mayor parte de sus propias películas.
7 Publicada en España por la Editorial JC con la traducción exacta de su título original: El estilo trascendental en cine: Ozu, Bresson y Dreyer.
8 VV.AA. Conversaciones con Martin Scorsese. Plot Ed. Madrid, 1987, págs. 80-81.
9 Remake, a su vez, de una mediocre película de Wyler, en la que Bogart retomo por última vez su papel de fugitivo desesperado y existencialista poco antes de su muerte.
10 La perspectiva de Cimino está más bien escorada hacia la izquierda: esos muchachos son la carne de cañón del proletariado americano, inmigrantes de segunda generación incapaces de entender y protegerse ante las mentiras de su sociedad; unas mentiras por las que ellos son sacrificados y masacrados, en un paisaje de pesadilla, que si no les mata, les dejará mutilados física (como a Steven que vuelve sin piernas y con un solo brazo) o emocionalmente, como a Michael y Nick, el primero perdido en su propio mundo y el segundo borrada su memoria, sus recuerdos y su propia identidad.


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